miércoles, 15 de octubre de 2014

De San José, santo patrono de la familia



 



            Leo estos días la propuesta realizada por el Presidente de la Conferencia Episcopal de El Salvador,Mons. José Luis Escobar Alas, de nombrar a San José“modelo de esposo, de padre, y tutor de los jóvenes” y “defensor de los derechos de la mujer y de los niños” según afirma, patrono universal de la familia. Momento que me ha parecido idóneo para preguntarme por la situación “patronal”, si se me permite la palabra, de San José, el casto esposo de María y padre “según se creía” (Lc. 3, 23) de Jesús.

            Y para mi sorpresa, lo primero que me encuentro es que de facto, San José es ya el santo patrono de la familia. No porque lo diga yo, no, sino nada menos que ese gigante del s. XX que fue San Juan Pablo II, quien con ocasión de la famosa visita que realizaba a Cuba, y por cierto, en español, así lo afirmaba el 22 de enero de 1998 en la ciudad de Santa Clara, donde se despedía de los cubanos con estas palabras:

            “Lleven mi saludo a todos y llévense a sus hogares, además del recuerdo de esta bella celebración, el afecto y el cariño del Papa. San José, patrono de las familias, y Santa Clara, cuyo nombre lleva esta ciudad, estarán contentos por ustedes e intercederán ante el Señor. ¡Que Dios los bendiga a todos!”.

            No es el único patronazgo que ejerce San José. Entre otros muchísimos más o menos oficiales, tanto gremiales como locales, Santa Teresa lo declara santo patrono del Carmelo en 1621, siendo autorizada en 1689 la fiesta del patronato el tercer domingo de pascua. El Opus Dei también se emplaza bajo el santo patronazgo del esposo de María.

            Es igualmente santo patrono de los obreros: el 1 de mayo del año 1955, en el discurso que dirige a los obreros reunidos en la Plaza de San Pedro de Roma, y en la intención de dar un sentido cristiano a la festividad del 1 de mayo, el Papa Pío XII instituye, de hecho, la fiesta de San José Obrero, cosa que hace con estas palabras:

            “Sea para todos los obreros del mundo [San José], especial protector ante Dios, y escudo para tutela y defensa en las penalidades y en los riesgos del trabajo”.

            Ocasión en la que, por cierto y una vez más, aprovecha para ratificar la especial vinculación que une a San José con la familia, y el patronazgo que ejerce sobre ella:

            “El humilde obrero de Nazaret, además de encarnar delante de Dios y de la Iglesia la dignidad del obrero manual, sea también el próvido guardián de vosotros y de vuestras familias”.

            Pero por encima de todos, existe un patronazgo solemne e universalmente proclamado que convierte al padre putativo de Jesús en patrono de la Iglesia Católica, y que es el que realiza Pío IX cuando el 8 de diciembre de 1870, en plena fiesta de la Inmaculada y en plena celebración del Concilio Vaticano I, lo declara santo patrono de la Iglesia Católica, algo que queda solemnemente ratificado en el Decreto“Quemadmodum Deus”, firmado por el Cardenal Patrizi, Prefecto de la Sagrada Congregación de Ritos, en estos términos:

            “Y puesto que en estos tiempos tristísimos la misma Iglesia es atacada por doquier por sus enemigos y se ve oprimida por tan graves calamidades que parece que los impíos hacen prevalecer sobre ella las puertas del infierno, los venerables obispos de todo el orbe católico, en su nombre y en el de los fieles a ellos confiados, elevaron sus preces al Sumo Pontífice para que se dignara constituir a san José por patrono de la Iglesia. Y al haber sido renovadas con más fuerza estas mismas peticiones y votos durante el santo concilio ecuménico Vaticano, Nuestro Santísimo Papa Pío IX, conmovido por la luctuosa situación de estos tiempos, para ponerse a sí mismo y a todos los fieles bajo el poderosísimo patrocinio del santo patriarca José, quiso satisfacer los votos de los obispos y solemnemente lo declaró Patrono de la Iglesia Católica. Y ordenó que se su fiesta del 19 de marzo se celebrara en lo sucesivo con rito doble de primera clase, sin octava por motivo de caer en cuaresma. También dispuso que esta declaración se publicara por el presente decreto de la Sagrada Congregación de Ritos en este día de la Inmaculada Concepción de la Virgen madre de Dios y esposa del castísimo José”.

            Y sin más por hoy queridos amigos, que hagan Vds. mucho bien y que no reciban menos. Seguimos mañana.


            ©L.A.
José se nos aparece, pues, como el servidor que Dios conduce fácilmente, como el centurión del Evangelio al que se le dice «Ve», y él va, «Ven», y él viene, «Haz esto», y lo hace. Los hombres aún no conocían el Padrenuestro y ya José...
Recurrimos a ti en nuestras tribulaciones, bienaventurado José... a fin de que, sostenidos por tu ejemplo y tu ayuda, podamos vivir santamente... (Oración de León XIII a San José). Nuestros antepasados, sabiendo quizá mejor que nosotros que Dios no es extraño a ningún detalle, por pequeño que sea, de nuestro destino, se entretuvieron en estudiar el nombre de José, observando que todas las letras que lo constituyen son iniciales de virtudes primordiales del Santo: J, de justicia, O, de obediencia, S, de silencio, E, de experiencia, P, de prudencia y H, de humildad. Tal vez nos sintamos tentados a sonreír ante este candor que busca signos providenciales hasta en las letras de un nombre, pero hay que reconocer que esas virtudes caracterizaron, en efecto, el alma de José, tal como la tradición cristiana las refiere y enumera.
Todas las perfecciones evangélicas coexisten en su alma en admirable equilibrio, bajo el signo de una serenidad que se nos muestra como emanación de la divina Sabiduría.
La primera de las virtudes que colocó en su vida en un lugar de honor fue la obediencia. Siempre que el Evangelio nos habla de él es para mostrárnoslo en el ejercicio de la misma: Así pues, levantándose, hizo todo lo que Dios le había significado. «Levantarse», en el vocabulario de la Biblia, expresa la prontitud, la docilidad y la energía con que uno se entrega a la tarea que acaba de serle asignada.
José se nos aparece, pues, como el servidor que Dios conduce fácilmente, como el centurión del Evangelio al que se le dice «Ve», y él va, «Ven», y él viene, «Haz esto», y lo hace. Los hombres aún no conocían el Padrenuestro y ya José había pronunciado su frase central: «Padre, hágase tu voluntad». Había comprendido que, para los seres creados, la verdadera sabiduría consiste en vivir de acuerdo con su Creador, a semejanza del Hijo de Dios, que al venir a este mundo se ofreció en oblación: Aquí estoy, Padre, para hacer tu voluntad. Así, a cada consigna del cielo, se entrega a su cumplimiento como un niño, es dócil a todas sus llamadas, rápido en responder a todos los trabajos, a todas las pruebas, a todos los sacrificios. Ha puesto toda su vida en manos de Dios: está siempre a la escucha, al acecho de sus mandatos. No sabe adónde le conduce Dios, pero le basta con saberse conducido por él. Jamás desfallece en su misión. No regatea, no tergiversa, no objeta nada, no pide explicaciones. No se irrita, no se queja cuando se le trata aparentemente sin miramientos y sólo se ve iluminado en el último momento. No retarda el momento de entregarse. Va hasta el fin en el cumplimiento de su deber sin dejarse intimidar por nada.
La obediencia es propia de almas fuertes y humildes. Sólo Dios podría medir la profundidad de la humildad de José. Se sabía incomparablemente privilegiado por Dios, en razón de su misión, y, sin embargo, no se siente aplastado por la grandeza de su vocación, como tampoco piensa en envanecerse o en reservarse un puesto en el gran misterio de la Encarnación que domina la Historia; ni siquiera utiliza su título de padre adoptivo del Hijo de Dios para destacarse y subirse en un pedestal. Allí donde otros hubiesen caído en el orgullo, él, que tan a menudo ha meditado el Magníficat de su esposa, se abaja más y más. En todo lo bueno que descubre en él no ve más que un don gratuito de Dios y de su liberalidad. Sólo se distingue de los demás por su profunda modestia y su discreción total. Más todavía que Isabel, se dice: ¿De dónde me viene la dicha que supone el que mi Dios y su Madre se dignen habitar en mi casa? Y más también que Juan Bautista, añade: Es menester que Jesús crezca y yo disminuya.

Pone todo su empeño en servir a los designios de Dios y lo hace sin agitación, sin ruido, en un silencio tal que el Evangelio no nos transmite una sola palabra suya. En todas las situaciones singulares en que Dios le pone, permanece silencioso y tranquilo. Sabe que la tarea de un servidor no consiste en hablar, sino en escuchar la voz de quien le manda, y que el silencio es el ambiente propio de una vida que busca estar unida a Dios, conservar el contacto con él.
No tenemos por qué lamentar no conocer ninguna palabra de José, pues su lección y su mensaje son precisamente su silencio. Se sabe depositario del secreto del Padre Eterno y, para mejor guardarlo sin que nada se transparente, se envuelve él mismo en el secreto; no quiere que se vea en él más que un obrero que trabaja duro para ganarse el pan, temiendo que sus palabras obstaculicen la manifestación del Verbo.
Su desaparecer silencioso no expresa tan solo su aceptación de los designios divinos; es también un rendido homenaje a las magnificencias de Dios, la expresión de su asombro frente a lo que ha querido hacer de él, un pobre hombre que nada merece. Se reconoce tan repleto de dones que sólo el silencio le parece digno de sus acciones de gracias. Las palabras le faltan para expresar su anonadamiento ante el misterio que se desarrolla en su casa. Necesita un recogimiento cada vez más profundo para meditar todas las gracias cuyo recuerdo guarda en su corazón.
Hay quien no ve en José, el silencioso, más que un pobre santo arcaico que vivió hace dos mil años en un oscuro pueblo y que no tiene nada que enseñar a los hombres de hoy. La realidad es, por el contrario, que muestra a nuestra época --la cual no brilla precisamente por su modestia y su sumisión-- las enseñanzas más urgentes y necesarias. Ningún modelo con más verdadera grandeza. Actualmente no se estima más que la agitación, el ruido, el oropel, el resultado inmediato. Falta fe en las ventajas y la fecundidad del retiro, del silencio, de la meditación; esas virtudes primordiales no aparecen ya más que como prácticas periclitadas, esfuerzos perdidos para el progreso del mundo. Se rechaza todo lo que contraría un vulgar aburguesamiento. Todo contribuye en nuestros días, a exaltar la independencia de la persona humana y a reivindicar unos pretendidos derechos. El gran sueño de muchos hombres es tener un nombre y cubrirse de oropeles, obtener distinciones, subirse a un estrado, tener una situación que obligue a los demás a inclinarse ante ellos.
José nos enseña que la única grandeza consiste en servir a Dios y al prójimo, que la única fecundidad procede de una vida que, desdeñando el brillo y las hazañas pendencieras, se aplica a realizar consciente y amorosamente su deber, por humilde que sea, sin buscar otra compensación que agradar a Dios y someterse a sus designios, no teniendo otro temor que no servir bastante bien. Servidor por excelencia es aquel que, olvidándose de sí mismo, no vive más que para la gloria de su Señor y organiza toda su existencia en función de esa gloria. No busca una actividad incesante, porque es dentro de su alma donde no cesa de crecer su amor, siempre a la escucha de la voluntad divina, en espera de la menor indicación para actuar.
El mensaje de José es una llamada a la primacía de la vida interior, de la contemplación sobre la acción exterior y la agitación; nos habla de la urgencia de la abnegación, fundamento indispensable de toda fecundidad.
Nos enseña, finalmente, que lo esencial no es parecer, sino ser; no es estar adornado de títulos, sino servir, vivir la vida bajo el signo del querer divino y la busca de la gloria de Dios.
Sobre la santidad incomparable de José, fulgurante de esplendores ocultos, planean las palabras que pronunció Jesús: Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado esas cosas a los sabios y prudentes y se las has revelado a los humildes (Mt 11,25).

AUTOR: Michel Gasnier
TOMADO DE: Los silencios de San José, Cuadernos Palabra, nº 67, Palabra, Madrid 1980, cap. 30

San José en la historia


INTRODUCCION
San José tiene su encuadre histórico casi exclusivamente en los Evangelios de la Infancia de Jesucristo. Por eso, como ellos, San José ha sido sometido últimamente a un doble sabotaje histórico, que conviene vigilar y tener muy en cuenta.

Por una parte se ha de procurar liberar la figura histórica de San José del excesivo influjo de los Evangelios Apócrifos, que si bien contienen algunos elementos secundarios aprovechables, hay en ellos bastantes desviaciones y exageraciones opuestas a la sobriedad y sencillez de los Evangelios auténticos de la Infancia de Cristo.

De otra parte, se ha querido confundir estos Evangelios de la Infancia de Jesús con el género de los Midrashim o explicaciones exegéticas un tanto artificiosamente elaboradas de textos del Antiguo Testamento, que después se amplían con una narración o parábola...

Los Evangelios de la Infancia de Cristo, en cambio, parten de hechos históricos y después se acude al texto o textos del Antiguo Testamento, que en ellos se ven cumplidos. Por eso hoy se habla de «la relectura» del Antiguo Testamento a la luz de los hechos del Nuevo Testamento. Lo más que de este complejo puede decirse es que tienen reminiscencias o resonancias midráshicas...
Desde luego que la histórica del cristianismo en sus primeros siglos, pese a los embates de los anteriores fenómenos exegéticos, hoy tiende a purificarse y aquilatarse en su contenido histórico fáctico y teológico, tanto general como circunstancial.
Para nosotros el cerco estrecho de los anteriores controles es una garantía más para nuestro breve trabajo histórico y teológico sobre San José, Esposo de María y Padre de Jesús.
Por lo demás nuestro intento no es componer un libro puramente científico y exhaustivo, sino un trabajo serio que dé base histórica y teológica suficiente y sólida a la Liturgia y Piedad josefinas, especialmente en lo que respecta a la Virginidad del Matrimonio de José y María, tan debatida hoy.

EL JOVEN JOSÉ
El Evangelista San Lucas, en el capítulo segundo de su evangelio, escribe: «Al sexto mes (de la concepción de Juan por Isabel), fue enviado por Dios el Ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la Casa de David» (1, 26 ss.). En este pasaje lucano nos encontramos con un puñado de noticias, que hacen referencia al Santo Patriarca José.

En primer lugar se le da el sugestivo nombre de José, que se deriva del hebreo «Yosef», probablemente de la raíz «Yasaf», que quiere decir «acrece o acrecienta». Este marco nazaretano, en que están encuadrados José y María, ha llevado a muchos a creer a José natural de Nazaret, afirmación confirmada con las palabras de Felipe a Natanael, en el evangelio de San Juan: «Hemos hallado a aquel, de quien escribió Moisés» (1, 45). Esto no quita que otros se inclinen por considerar a José natural de Belén, según creemos, con menor probabilidad.

Lo indudable es considerar a José descendiente de David y oriundo, por consiguiente, de Belén, la Ciudad del Rey Profeta. Aparte de otras afirmaciones sueltas, tenemos dos Genealogías, que nos dan su ascendencia davídica. Está la primera en San Mateo 1, 1-16, que termina con estas palabras: «Todas las generaciones, pues, desde Abrahan hasta David, son catorce generaciones; y desde David hasta la deportación a Babilonia, catorce generaciones; y desde la Deportación a Babilonia a Cristo, catorce generaciones (Mt. 1,17).
La segunda Genealogía, que nos da la ascendencia davídica de José, la encontramos en el Evangelio de San Lucas, 3,23-38. Es conocido el valor histórico y social de las Genealogías en el pueblo hebreo y el cuidado con que las conservaban. Dejamos a los exegetas el estudio comparativo de ambas Genealogías, salvo siempre el valor histórico de la descendencia davídica de José.

Creció, pues, y se formó José, en un noble hogar de Nazaret de ascendencia davídica, pero con escasos bienes de fortuna. ¿Tuvo José otros hermanos? Hegesipo, citado por Eusebio (HE III, 11) habla de un hermano mayor de José llamado en arameo Alfeo y Kleópatros o Kleofás en griego, cuyos bienes raíces en tiempo de Domiciano eran de 39 pletros o 3,7 hectáreas. Cleofás casó con María, una de las mujeres que presenciaron la muerte de Jesús y Madre de Judas y José, llamados hermanos o primos del Señor.

Como buen hebreo la formación en José se extendería en dos direcciones: la religiosa y -la humana. La formación religiosa más elemental la recibiría en el hogar de sus padres. Esta formación religiosa elemental se iría ampliando en la Sinagoga, en donde los judíos se reunían especialmente los Sábados, para la lectura de la Escritura, su comentario por los Rabinos y otros maestros de Israel y el rezo preferentemente de los Salmos. Por otra parte existían en Palestina muchas Escuelas Rabínicas, donde se daba gran importancia a la enseñanza religiosa de las personas.

Dos oraciones, además de los Salmos, solían aprender y recitar los hebreos, el SEHMA y el SHEMANE-ESRE u Oración de las 12 Bendiciones primero y más tarde, 18.

Finalmente las subidas a Jerusalén y la celebración en ellas de las Fiestas de la Pascua y las lecciones en el Templo de los grandes Maestros de Israel completaban la formación teológica y moral del israelita.

Por otra parte, no parece probable que San José poseyese, a lo menos en gran cantidad, otros bienes raíces de su parte, fuera de su casa y taller; si bien consta que el oficio de carpintero o herrero era más que suficiente para sostener una familia.

En síntesis, José al llegar a los 20 años -plenitud del joven hebreo- era un hombre perfecto, «en la talla, sabiduría y gracia delante de Dios y de los hombres», como dice San Lucas de Jesucristo (2,52).

AUTOR: David Meseguer S.J.
San Jose¿No es pretencioso situar a San José en el centro de la historia del mundo? En realidad, ¿qué sabemos de él? Podríamos decir, empleando conceptos de hoy, que su documento de identidad no contiene ningún dato interesante. No se sabe ni el lugar ni la fecha de su nacimiento. No ha dejado ningún escrito ni ninguna obra de arte. No se cita ninguna palabra suya. Los autores clásicos y los historiadores contemporáneos suyos no hacen ninguna alusión a su persona. Todo lo que se sabe está contenido en algunos versículos de los Evangelios, a lo más, una docena. Sin embargo, hay que afirmar que San José está en el centro de nuestra historia humana, y que está jugando en ella un papel de primera importancia. En apariencia, lo que hizo es bien poca cosa, en comparación con los grandes conductores de pueblos y constructores de imperios. Ni siquiera queda absolutamente nada de lo que hizo, ni un mueble, ni un objeto, ni un edificio. Pero ha dejado algo mejor: del taller de este artesano salió quien construye el universo, quien, día a día, modela un mundo nuevo: Cristo Jesús.
Lo importante en la existencia de San José no es lo que realizó, sino lo que Dios hizo por él, con él y a través de él. Las consecuencias de esto duran todavía y durarán eternamente. El Señor confió a San José la Virgen María, la que iba a dar al mundo el Hijo mismo de Dios. Aceptando ligar su vida a la de María por unos esponsales, José entraba en el gran misterio del Verbo Encarnado y de su Iglesia. De su hogar modesto, en una ciudad sin historia, en un país bajo ocupación extranjera, salió una llama que no ha terminado de alumbrar y de abrasar el Universo.
José no es el centro del mundo, evidentemente. Tampoco es el centro de interés de toda la historia de los pueblos. Por lo demás, ¿dónde se encuentra el centro de gravedad de nuestro Universo? Nuestra tierra no es más que un grano de polvo en nuestra galaxia. ¿Quién podrá decir el número de estrellas y de planetas que gravitan en la inmensidad del cielo? Tanto si consideramos los que son infinitamente grandes, como si consideramos los que son infinitamente pequeños, tocamos lo que no tiene límites perceptibles. Hay que remontarse hasta Dios. Él es el centro de todo, la causa y el fin de todo.
Pero Dios es amor. El centro real de nuestro universo es el amor. Nuestro centro se encuentra en el mismo corazón de Dios, es su Hijo, Jesucristo. San Pablo nos lo afirma: «Es la imagen del Dios invisible, engendrado antes de toda criatura: pues por él fueron creadas todas las cosas en los cielos, y en la tierra, las visibles, y las invisibles, tronos, dominaciones, principados, potestades: todas las cosas fueron creadas por Él mismo y en atención a Él mismo; Él tiene ser ante todas las cosas, y todas ellas subsisten por Él. Y Él es la cabeza del cuerpo de la Iglesia, y el principio, el primero a renacer de entre los muertos» (Col 1,15-19).
Dado que todo ha sido creado en atención a Cristo, El es con toda verdad la piedra clave de todo el cosmos; es el punto central sobre el que todo reposa y hacia el que todo converge: el pasado, el presente, y el futuro. La venida del Hijo de Dios a nuestra tierra es verdaderamente el hecho capital de la historia; es el punto de partida y el punto de llegada. La explicación nos la da San Juan: Dios ha amado tanto al mundo que le ha dado su Hijo único (Jn 3,16). Para llevar a cabo este gran designio de amor, Dios quiso servirse de María y de José, no como si fueran simples figurantes, sino como testigos conscientes y al mismo tiempo actores responsables y libres.
Podemos, pues, afirmar que María y José se encuentran real y verdaderamente, cada uno a su manera, en el centro de la historia de la salvación. Los dos están inseparablemente unidos a la venida del Hijo de Dios entre nosotros. Esta venida de Dios entre nosotros es la gran ocupación de los siglos: todo lo que la precede prepara esta venida, todo lo que la sigue, y la seguirá, se ilumina por ella. Jesús dirá: Yo soy la luz del mundo (Jn 8,12). José y María son las personas que más se han acercado a esta luz. Incluso están tan cerca de ella que hay el peligro de no verles bien, por la intensidad de esa luz.
¿Por qué ha escogido Dios nuestra tierra para colocar en ella al hombre, al que creó libremente a su imagen y semejanza? Ése es el secreto de su amor. Pero todavía miraba hacia un designio más maravilloso: el de dar su propio Hijo, eterno e infinito como Él, para que fuera el jefe y la cabeza de una humanidad renovada. Preparó largamente este designio, escogió un pueblo, una región, una familia, una fecha y, cuando los tiempos se cumplieron, realizó magníficamente lo que había preparado.
El Evangelio nos cuenta en pocas palabras este gran acontecimiento: Envió Dios al Ángel Gabriel a Nazaret, ciudad de Galilea, a una Virgen desposada con un hombre de la casa de David, llamado José, y el nombre de la Virgen era María (Lc 1,26). El Espíritu Santo interviene y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn 1,14). La habitación del Verbo de Dios es María, la esposa de José. Ella es la mujer revestida de sol (Ap 12,1). Ella reviste con nuestra carne la Luz increada y por ese hecho ella se hace toda luminosa.
Llevando en sí al Hijo de Dios, María se convierte en el centro de interés del mundo entero. Dios se inclina hacia Ella, pues de Ella depende el desarrollo armonioso del cuerpo de su Cristo. ¡Qué responsabilidad la de la Virgen ante Dios y ante el mundo entero! En una fiesta de Pentecostés, San Bernardo explica a sus monjes que el seno de María se convirtió en «el centro del mundo». Explica: «Efectivamente, hacia María, como hacia el centro, como hacia el arca de Dios, como hacia la razón de ser de las cosas, como hacia la ocupación de los siglos, vuelven sus miradas quienes están en el cielo y quienes están en los abismos, nosotros, nuestros antecesores y nuestros sucesores... Madre de Dios, Soberana del mundo, Reina del cielo, ... hacia ti se vuelven los ojos de la creación entera, pues en ti, por ti, de ti, el Todopoderoso ha recreado con su mano delicada todo lo que ya había creado» (Pent. 2,4).
La Virgen María es el centro del mundo sólo en función de lo que Dios ha hecho en ella y por ella. Sólo tiene interés para nosotros en razón de su cooperación en el misterio del Verbo encarnado y de su Iglesia. Igual sucede con San José. Su historia no nos concernería de ningún modo, si no estuviese absolutamente ligada a María y a Jesús. No debemos separar lo que Dios ha unido. Dios no ha colocado a José simplemente junto al misterio, sino que le ha hecho entrar en su interior. Esta participación en el misterio del Verbo encarnado sitúa a San José, como a la Virgen María, en el centro de la historia del mundo.
Escuchando el Evangelio es como podemos descubrir la verdadera fisonomía de San José. No basta una mirada superficial. Correríamos el riesgo de no ver en San José más que un personaje de segundo o tercer orden. Nos parecería que estaba allí para guardar las apariencias, para los quehaceres materiales y para completar el decorado. Un estudio serio del Evangelio es necesario aunque es insuficiente. No debe faltar nunca la penetración y el buen sentido, pero el Evangelio no es un texto que basta con analizar científicamente, pues es palabra viva destinada a iluminamos y a alimentarnos hoy. A la lectura y a la reflexión hay que añadir la oración y la docilidad de espíritu y de corazón. Es preciso ponerse a la escucha de la palabra divina por medio de una lectura que sea oración.
¿Qué nos dice el Evangelio acerca de San José? Materialmente, poca cosa, espiritualmente nos dice maravillas. Por él empieza el Evangelio, pues es él el heredero de las promesas que Dios ha hecho, a lo largo de los siglos, a propósito del Mesías que sería enviado. Él es quien, en cuanto heredero de David, transmite a Cristo la herencia prometida a David y a su descendencia para siempre. Es testigo y garante de la realización de esta promesa.
San Mateo, el primer Evangelista, comienza su relato con estas palabras: Libro de la genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham (Mt 1,1). Esta genealogía, que arranca del gran Patriarca Abraham, se termina en José. Después de él, el Evangelio no menciona a ningún hijo de David. Todo se ha realizado por Cristo, Hijo de María, la esposa de José. La larga lista de los Patriarcas puede parecer cansina, por la repetición de la palabra «engendró», es decir, «tuvo por hijo», que se repite treinta y nueve veces: Abraham engendró a Isaac, Isaac engendró a Jacob, y así sigue.
Con San José, todo cambia. La fórmula estereotipada cesa y ya no se repite más; otra fórmula la sustituye, que no será jamás repetida, pues basta por sí misma: José, el esposo de María, de la que nació Jesús, que se llama Cristo (Mt 1,16). Esta corta frase es de una importancia capital; sitúa en plena luz la persona de José, así como su misión. Él es hijo de David; él es el último de la serie; después de él, ya no hay más que un hijo de David, el Hijo por excelencia: Jesucristo. María, por su matrimonio con José, da al Hijo que ha concebido del Espíritu Santo una ascendencia davídica. De esta manera se cumplen todas las profecías.
Demasiado deprisa pasamos habitualmente por esta página del Evangelio según San Mateo. Sin embargo, tiene una importancia muy grande para discernir el lugar que Dios ha dado a José en el misterio de nuestra renovación. Las primeras palabras son desconcertantes: Genealogía de Jesucristo. El Hijo de Dios acepta tener una genealogía humana, y esta genealogía no es otra más que la de San José. ¿Se puede estar más unido a una persona que teniendo la misma genealogía que ella? San Mateo podía haber escrito perfectamente genealogía de José, hijo de David, igual que escribió genealogía de Jesucristo, hijo de David.
Esta situación de José es única en su género. El Altísimo nos afirma, puesto que el Evangelio está inspirado por él, que la ascendencia humana del Verbo encarnado es la misma que la de José. Esta identidad, y no simple semejanza, introduce a San José en lo más íntimo del misterio de la Encarnación y de la Redención. Esta genealogía, que resume lo que nosotros llamamos «historia santa», no contiene sólo personas dignas de elogio; lejos de eso; el que vino a borrar todos los pecados, y los pecados de todos, quiso tener pecadores y pecadoras entre sus antepasados.
Esta historia es santa en cuanto que es el anuncio de la llegada a nuestro mundo de la santidad en persona, el Cristo Jesús. Esta historia es única; está hecha de intervenciones divinas de promesas magníficas y de severas amenazas. La finalidad de todo ello era mantener al pueblo de Dios en su verdadera vocación, la de preparar la venida del Hijo de Dios. La alianza divina había sido llevada a cabo con Abraham, después más particularmente con David: he hecho alianza con mi elegido, he jurado a David, mi siervo: afirmaré por siempre tu prole (Sal 88,4).
Los hechos no tardaron en desmentir esta promesa. Apenas murió el primer sucesor de David, Salomón, el país se dividió y sucesivamente fue invadido por los asirios, los caldeos, los persas, los griegos y finalmente los romanos. Salvo algunas excepciones, la familia de David no figura en todos estos avatares de una manera especial. Ninguno de sus descendientes se destaca en la exaltación patriótica y religiosa del tiempo de los Macabeos. Cuando llegó el cumplimiento de los tiempos, la familia de David es ignorada. Ninguno de sus miembros tiene una influencia religiosa, política o social. La Judea tiene un rey, Herodes, pero no desciende de David, ni siquiera es judío. Todo lo referente a las bellas promesas hechas a David parece haber terminado... Entonces es cuando todo comienza.
El Señor se preparó una tienda con el fin de poder habitar en nosotros. Viene en medio del silencio y de la oscuridad, sin entorpecer a nadie. Solicita hospitalidad en un seno virginal y el calor de dos corazones que se aman. La hija de Israel da a luz al Hijo de Dios; José, heredero de David, acoge en su casa al Hijo y a la Madre.

AUTOR: Bernard Martelet
TOMADO DE: José de Nazaret, el hombre de confianza.  Palabra, col. Cuadernos Palabra, nº 38, Madrid 1981, 3ª ed., cap. 1

Duerme San José

Ese José que duerme, pero que al mismo tiempo se halla presto para oír lo que resuene por dentro y desde lo alto --porque no es otra cosa lo que acaba de decirnos el Evangelio de este día--, es el hombre en el que se unen el íntimo...
Homilía en el Oratorio de las Hermanas de la Madre Dolorosa, Roma, 19 de marzo de 1992
Hace poco pude ver en casa de unos amigos una representación de san José que me ha hecho pensar mucho. Es un relieve procedente de un retablo portugués de la época barroca, en el que se muestra la noche de la fuga hacia Egipto. Se ve una tienda abierta, y junto a ella un ángel en postura vertical. Dentro, José, que está durmiendo, pero vestido con la indumentaria de un peregrino, calzado con botas altas como se necesitan para una caminata difícil. Si en primera impresión resulta un tanto ingenuo que el viajero aparezca a la vez como durmiente, pensando más a fondo empezamos a comprender lo que la imagen nos quiere sugerir.
Duerme José, ciertamente, pero a la vez está en disposición de oír la voz del ángel (Mt 2,13ss). Parece desprenderse de la escena lo que el Cantar de los Cantares había proclamado: Yo dormía, pero mi corazón estaba vigilante (Cant 5,2). Reposan los sentidos exteriores, pero el fondo del alma se puede franquear. En esa tienda abierta tenemos una figuración del hombre que, desde lo profundo de sí mismo, puede oír lo que resuene en su interior o se lo diga desde arriba; del hombre cuyo corazón está lo suficientemente abierto como para recibir lo que el Dios vivo y su ángel le comuniquen. En esa profundidad el alma de cualquier hombre se puede encontrar con Dios. Desde ella Dios nos habla a cada uno y se nos muestra cercano.
Sin embargo, la mayoría de las veces nos hallamos invadidos por cuidados, inquietudes, expectativas y deseos de todas clases; tan repletos de imágenes y apremios producidos por el vivir de cada día, que, por mucho que vigilemos externamente, se nos pide la interna vigilancia y, con ella, el sonido de las voces que nos hablan desde lo más íntimo del alma. Ésta se halla tan cargada de cachivaches, y son tantas las murallas elevadas en su interior, que la voz suave del Dios próximo no puede hacerse oír. Con la llegada de la Edad Moderna, los hombres hemos ido dominando cada vez más el mundo, y disponiendo de las cosas a la medida de nuestros deseos; pero estos adelantos en nuestro dominio sobre las cosas, y en el conocimiento de lo que podemos hacer con ellas, ha encogido a la vez nuestra sensibilidad de tal manera, que nuestro universo se ha tornado unidimensional. Estamos dominados por nuestras cosas, por todos los objetos que alcanzan nuestras manos, y que nos sirven de instrumentos para producir otros objetos. En el fondo, no vemos otra cosa que nuestra propia imagen, y estamos incapacitados para oír la voz profunda que, desde la Creación, nos habla también hoy de la bondad y la belleza de Dios.
Ese José que duerme, pero que al mismo tiempo se halla presto para oír lo que resuene por dentro y desde lo alto --porque no es otra cosa lo que acaba de decirnos el Evangelio de este día--, es el hombre en el que se unen el íntimo recogimiento y la prontitud. Desde la tienda abierta de su vida, nos invita a retirarnos un poco del bullicio de los sentidos; a que recuperemos también nosotros el recogimiento; a que sepamos dirigir la mirada hacia el interior y hacia lo alto, para que Dios pueda tocarnos el alma y comunicarle su palabra. La Cuaresma es un tiempo especialmente adecuado para que nos apartemos de los apremios cotidianos, y dirijamos nuevamente nuestros pasos por los caminos del interior.
Pasamos al segundo punto. Ese José que vemos está pronto para erguirse y, como dice el Evangelio, cumplir la voluntad de Dios (Mt 1,24; 2,14). Así toma contacto con el centro de la vida de María, la respuesta que diera Ella en el momento decisivo de su existencia: He aquí la sierva del Señor (Lc 1,38). En él sucede lo mismo con su disposición a levantarse: Aquí tienes a tu siervo. Dispón de mí. Coincide su respuesta con la de Isaías en el instante de recibir el llamamiento: Heme aquí, Señor. Envíame (Is 6,8, en relación con 1 Sam 3,8ss). Esa llamada informará su vida entera en adelante. Pero también hay otro texto de la Escritura que viene aquí a propósito: el anuncio que Jesús hace a Pedro cuando le dice: Te llevarán adonde tú no quieras ir (Jn 21,10). José, con su presteza, lo ha hecho regla de su vida: porque se halla preparado para dejarse conducir, aunque la dirección no sea la que él quiere. Su vida entera es una historia de correspondencias de este tipo.
Comenzó con la primera comunicación de las alturas: la del ángel al darle información sobre el secreto de la maternidad divina de María, el Misterio de la llegada del Mesías. De improviso, la idea que se había hecho de una vida discreta, sencilla y apacible, resulta trastornada cuando se siente incorporado a la aventura de Dios entre los hombres. Al igual que sucediera en el caso de Moisés ante la zarza ardiente, se ha encontrado cara a cara con un misterio del que le toca ser testigo y copartícipe. Muy pronto ha de saber lo que ello implica: que el nacimiento del Mesías no podrá suceder en Nazaret. Ha de partir para Belén, que es la ciudad de David; pero tampoco será en ella donde suceda: porque los suyos no le acogieron (Jn 1,11). Apunta ya la hora de la Cruz: porque el Señor ha de nacer en las afueras, en un establo. Luego viene, tras la nueva comunicación del ángel, la salida de Egipto, donde ha de correr la suerte de los sin casa y sin patria: refugiados, extranjeros, desarraigados que buscan un lugar donde instalarse con los suyos.
Volverá, pero sin que hayan terminado los peligros. Más tarde sufrirá la dolorosa experiencia de los tres días durante los que Jesús está perdido (Lc 2,46), esos tres días que son como un presagio de los que mediarán entre la Cruz y la Resurrección: días en los que el Señor ha desaparecido y se siente su vacío. Y, al igual que el Resucitado no habrá de retornar para vivir entre los suyos con la familiaridad de aquellos días que se fueron, sino que dice: No quieras retenerme, porque he de subir al Padre, y podrás estar conmigo cuando tú también subas (cfr Jn 20,17), así ahora, cuando Jesús es encontrado en el Templo, reaparece en primer plano el misterio de Jesús en lo que tiene de lejanía, de gravedad y de grandeza. José se siente, en cierto modo, puesto en su sitio por Jesús, pero a la vez encaminado hacia lo alto. Yo debía ocuparme de las cosas de mi Padre (Lc 2,19). Es como si le dijera: Tú no eres padre mío, sino guardián, que, al recibir la confianza de este oficio, has recibido el encargo de custodiar el misterio de la Encarnación.
Y morirá por fin José sin haber visto manifestarse la misión de Jesús. En su silencio quedarán sepultados todos sus padecimientos y esperanzas. La vida de este hombre no ha sido la del que, pretendiendo realizarse a sí mismo, busca en sí solamente los recursos que necesita para hacer de su vida lo que quiere. Ha sido el hombre que se niega a sí mismo, que se deja llevar adonde no quería. No ha hecho de su vida cosa propia, sino cosa que dar. No se ha guiado por un plan que hubiera concebido su intelecto, y decidido su voluntad, sino que, respondiendo a los deseos de Dios, ha renunciado a su voluntad para entregarse a la de Otro, la voluntad grandiosa del Altísimo. Pero es exactamente en esta íntegra renuncia de sí mismo donde el hombre se descubre.
Porque tal es la verdad: que solamente si sabemos perdernos, si nos damos, podremos encontrarnos. Cuando esto sucede, no es nuestra voluntad quien prevalece, sino ésa del Padre a la que Jesús se sometió: No se haga mi voluntad, sino la tuya(Lc 22,42). Y como entonces se cumple lo que decimos en el Padrenuestro: Hágase tu Voluntad en la tierra como en el cielo, es una parte del Cielo lo que hay en la tierra, porque en ésta se hace lo mismo que en el Cielo. Por esto san José nos ha enseñado, con su renuncia, con su abandono que en cierto modo adelantaba la imitación de Jesús crucificado, los caminos de la fidelidad, de la resurrección y de la vida.
Nos queda un tercer aspecto. Mirando a ese José que está vestido como peregrino, comprendemos que, a partir del momento en que supiera del Misterio, su existencia sería la del que está siempre en camino, en un constante peregrinar. Fue así la suya una vida marcada por el signo de Abrahán: porque la Historia de Dios entre los hombres, que es la historia de sus elegidos, comienza con la orden que recibiera el padre de la estirpe: Sal de tu tierra para ser un extranjero (Gen 12,1; Heb 9,8ss). Y por haber sido una réplica de la vida de Abrahán, se nos descubre José como una prefiguración de la existencia del cristiano. Podemos comprobarlo con viveza singular en la primera Carta de san Pedro y en la de Pablo a los Hebreos. Como cristianos que somos --nos dicen los Apóstoles-- debemos considerarnos extranjeros, peregrinos y huéspedes (1 Pet 1,17; 2,11; Heb 13,14): porque nuestra morada, o como dice san Pablo en su Carta a los Filipenses, nuestra ciudadanía está en los Cielos (Phil 3,20).
Hoy suenan mal estas palabras sobre el Cielo: porque tendemos a creer que, apartarnos de cumplir nuestros deberes en la tierra, nos enajena de nuestro mundo. Tendemos a creer que nuestra vocación no es solamente hacer un Paraíso de la tierra y en ésta concentrar nuestras miradas, sino a la vez dedicarle por completo el corazón y los esfuerzos de nuestras manos. Pero sucede en la realidad que, al comportarnos de ese modo, lo que estamos haciendo es justamente destrozar la Creación. Ello es así porque, en el fondo, los anhelos del hombre, la saeta de sus ambiciones, apuntan en dirección al infinito. De aquí que, hoy más que nunca, comprobemos que únicamente Dios puede saciar al hombre por completo. Estamos hechos de tal forma, que las cosas finitas nos dejan siempre insatisfechos, porque necesitamos mucho más: necesitamos el Amor inagotable, la Verdad y la Belleza ilimitadas.
Aunque ese anhelo sea insuprimible, podemos, por desgracia desplazarlo de nuestros horizontes, y con ello perseguir las plenitudes buscando únicamente en lo finito. Queriendo tener el Cielo ya en la tierra, esperamos y exigimos todo de ella y de la actual Sociedad. Pero, en su intento de extraer de lo finito lo infinito, el hombre pisotea la tierra e imposibilita una ordenada convivencia social con los demás, porque a sus ojos cada uno de los otros aspectos aparece como amenaza u obstáculo; y porque arranca del mundo material y del biológico algunos componentes que necesitaría preservar para sí mismo. Tan sólo cuando aprendamos nuevamente a dirigir nuestras miradas hacia el Cielo, brillará también la tierra con todo su esplendor. Únicamente cuando vivifiquemos las grandes esperanzas de nuestros ánimos con la idea de un eterno estar con Dios, y nos sintamos nuevamente peregrinos hacia la Eternidad, en vez de aherrojarnos a esta tierra, sólo entonces irradiarán nuestros anhelos hacia este mundo para que tenga también él esperanza y paz.
Por todo ello, demos gracias a Dios en este día porque nos ha dado ese Santo, que nos habla de recogernos en Él; que nos enseña la prontitud, y la obediencia, y la abnegación, y la actitud de los caminantes que se dejan llevar por Dios; y que nos dice por esto mismo la manera de servir igualmente a nuestra tierra. Demos gracias asimismo por esta fiesta jubilar en la que podemos comprobar que sigue habiendo personas con el ánimo abierto a la voluntad de Dios, y preparadas para escuchar sus llamamientos y marchar a su lado hacia donde Él quiera llevarlas. E imploremos la gracia de lo Alto para que, demostrando también nosotros vigilancia y prontitud, y procediendo en nuestras vidas con la misma plenitud de la esperanza, nos veamos un día recibidos por Dios, que constituye nuestro auténtico Destino de caminantes hacia la comunión de la vida eterna.

AUTOR: Benedicto XVI

La devoción a san José en los dos últimos siglos


San JoseUna anécdota josefina a comienzos del XIX: Napoleón y Pío VII

¿Cómo se desarrolla el culto y la devoción a san José en estos doscientos años? La Revolución francesa marca el comienzo de una nueva etapa --Edad Contemporánea, la llaman los historiadores-- en la vida de la Iglesia hasta nuestros días, desde Pío VII a Juan Pablo II.
Durante un cuarto de siglo comprendido entre los años 1789 y 1815, Francia estuvo en el primer plano de la vida del mundo. Este periodo, que corre desde la reunión de los Estados Generales hasta la caída del Imperio napoleónico, fue también trascendental para los destinos del Cristianismo y la Iglesia. La era revolucionaria, abierta en 1789, conmovió los fundamentos políticos y religiosos de Europa. La Revolución francesa, en sus momentos álgidos, trató de eliminar toda huella cristiana de la vida social(1).
Un ejemplo de los favores con que el Santo Patriarca ha correspondido a los Sumos Pontífices, y en general a los que han trabajado por su causa, lo podemos ver en un acontecimiento en los albores del siglo XIX, que causó estremecimiento al orbe católico, en tiempos de Pío VII (1800-1823)(2). Veamos brevemente qué ocurrió.
Desde 1970, el proceso revolucionario se radicalizó, adoptando una aptitud cada vez más agresiva hacia la Iglesia. El 13 de febrero se decidió la supresión de los votos monásticos, y el 12 de julio la Asamblea aprobó la «Constitución civil del clero», que subvertía de raíz la organización eclesiástica. Surgía una iglesia galicana, al margen de la autoridad pontificia, de estructura epicospalista y presbiteriana, donde los obispos y los párrocos eran elegidos por el pueblo y los nombramientos episcopales serían solamente notificados a Roma(3). Abolida la Monarquía, se proclamó la República y Luis XVI fue ajusticiado el 2 de enero de 1793.
Los años 1793-1794 representaron la fase más trágica del periodo revolucionario. Bajo el Terror, la persecución anticatólica alcanza su punto álgido. Muchos miles de víctimas murieron en el patíbulo y se intentó borrar de la vida francesa toda huella cristiana. Hasta el calendario fue sustituido por un «calendario republicano». La entronización de la «Diosa Razón» en la catedral de Nôtre-Dame (10-XI-1973) y la institución por Robespierre del culto al «Ser Supremo» fueron otros tantos episodios de la obra descristianizadora, que tuvo una de sus expresiones en el furor iconoclasta, que dejó una huella --bien visible todavía hoy-- en tantas viejas iglesias y catedrales de Francia(4). El 29 de agosto de 1799, en la ciudadela de Valence-sur-Rhône, falleció Pío VI a los 81 años de edad. Algunos revolucionarios proclamaron a lo cuatro vientos que había muerto el último Papa de la Iglesia. El 9 de noviembre de aquel mismo año, el golpe de Estado del 18 Brumario elevó a Napoleón Bonaparte a la magistratura del primer cónsul. Cuatro meses después --el 14 de marzo de 1800-- el Cónclave reunido en Venecia elegía al Cardenal Chiaramonti como Papa Pío VII.
Dos grandes personalidades irrumpían así en el escenario de la historia, de la que fueron principales forjadores durante los tres primeros lustros del siglo XIX. Napoleón, pragmático y realista, era consciente del arraigo de la fe cristiana en el pueblo francés, que no había logrado destruir la tormenta revolucionaria. Pío VII, por su parte, deseaba ardientemente la normalización de la vida de la Iglesia en Francia. Un nuevo Concordato(5) sería el instrumento adecuado para regular las relaciones entre el Pontificado y la República francesa, que pronto se transformaría en Imperio. El Concordato se firmó el 17 de julio de 1801 y una de sus consecuencias fue la creación de un nuevo episcopado, tras la renuncia de los obispos «constitucionales» y también de los «legitimistas», que habían emigrado al extranjero(6).
Llegó pronto la hora en que Napoleón intentó hacer de la Iglesia y del propio Pontificado instrumentos al servicio de sus intereses políticos, y entonces tropezó con la serena, pero resuelta, resistencia de Pío VII. El conflicto con el Papa surgió cuando el Emperador quiso que el Papa se uniera al bloqueo continental contra Inglaterra, decretado en noviembre de 1806. Ante la negativa del Pontífice, Napoleón reaccionó con violencia: los Estados Pontificios fueron anexionados y se declaró a Roma segunda capital del Imperio. Pío VII, reducido a prisión, fue deportado a Savona (6-VII-1809) y, ante su negativa a sancionar los decretos de un pseudoconcilio reunido en París (1811), Napoleón ordenó su traslado a Francia, donde se le asignó como residencia el Palacio de Fontainebleau.
El Pontífice, al verse impedido de regir con libertad el timón de la nave de la Iglesia(7), que Dios le había encomendado,acudió al Santo Patriarca pidiendo ayuda y protección, que a la Iglesia naciente había sacado incólume del furor de otro tirano. Pronto recibió el socorro que imploraba. La tremenda derrota del ejército napoleónico en Leipzig fue funesta para el Emperador, y desde entonces los desfavorables sucesos se precipitaron de manera inesperada. Viendo Napoleón que sus glorias empezaban a desvanecerse, y conociendo en sus derrotas la mano de Dios, vengador de tantos ultrajes, decretó fuesen devueltos al Papa los Estados Pontificios.
No faltaron en aquel suceso señales de la protección del Santo Patriarca. El decreto de la devolución está firmado el 10 de Marzo, cuando en Roma y en el orbe católico se empezaba la novena a san José. Este decreto llegó al castillo de Fontainebleau, y se puso en manos del Pontífice, el 19 del mismo mes, fiesta del glorioso Protector de la Iglesia. En 1814, Pío VII recuperó la libertad y el 7 de junio de 1815 retornaba definitivamente a Roma, mientras su adversario, vencido y desterrado por los ingleses en Waterloo, desembarcaba prisionero en la isla de Elba, después de haber firmado la abdicación definitiva, por la que renunciaba al poder, para sí y para sus herederos.

El Liberalismo en la vida de la Iglesia del siglo XIX

La Restauración se frustró y el siglo XIX fue el siglo del Liberalismo, ideología de la Revolución burguesa. Tenía una doctrina política y económica; pero se fundaba además en una ideología, que enlazaba con el pensamiento ilustrado del siglo XVIII. Los hombres no sólo serían libres e iguales, sino también autónomos; es decir, desvinculados de la ley divina, que no era reconocida socialmente como norma suprema. Se enfrenta así el poder que procede de Dios al poder que deriva del pueblo. La doctrina liberal no distingue entre la religión verdadera y las demás religiones; la religión es para la doctrina liberal un asunto que incumbe sólo a la intimidad de las conciencias, y también la Iglesia, separada del Estado, quedaría al margen de la vida pública y sujeta al derecho común, como cualquier otra asociación. Todo este planteamiento conducía a la secularización social, al naturalismo religioso, y en última instancia al ateísmo o a la indiferencia de los ciudadanos ante la religión.
El Papa León XII (1823-1829), sucede a Pío VII y después viene el breve pontificado de Pío VIII (1829-1830). Precisamente hacia el año 1830 tomó cuerpo un grupo de «católicos liberales», formado en Francia en torno a la revista «L'Avenir», bajo la dirección de F. Lamennais. Frente a la postura tradicionalista --que postulaba el respeto a los derechos de Dios y de la Iglesia en la vida social-- ampliamente mayoritaria en el pueblo cristiano, estos católicos defendían una conciliación --no tanto teórica como práctica-- de la Iglesia con el Liberalismo. «Dios y libertad» fue su lema, en la línea de la defensa de la libertad para todos y en todas sus formas. Les parecía que esta actitud era la mejor en la sociedad moderna para asegurar el respeto a la autoridad de Dios y a los derechos de la Iglesia. Inicialmente fueron fieles al papado, pero la respuesta de Roma fue contraria a sus aspiraciones. La encíclica Mirari vos (15-VIII-1832) de Gregorio XVI (1831-1846) --el papa que sucede a Pío VIII-- condenó el programa del grupo de «L'Avenir» y su dirigente Lamennais abandonó el sacerdocio y la Iglesia(8).
Cristianismo católico y Liberalismo se encontraron también en otro terreno. La explosión de sentimientos nacionales, favorecida por la política liberal, promovió en distintos países de Europa la emancipación de poblaciones católicas, sometidas al dominio de príncipes de otras confesiones religiosas(9). Además, actitudes intelectuales de signo antirreligioso, atacan la concepción que la Iglesia tiene del hombre y del mundo. El positivismo de A. Comte que conducirá al cientifismo --verdadera religión sin transcendencia-- y el idealismo del gran filósofo alemán Hegel, estarán en la base del materialismo de Feuerbach, tan próximo ya al Marxismo(10).

La época de Pío IX: san José, Patrono de la Iglesia universal

El Pontífice que sucede a Gregorio XVI es Pío IX (1846-1878) quien declarará oficialmente a san José, como luego veremos,Patrono y Protector de la Iglesia universal. Escribe en el Breve Inclytum Patriarcham, de 7 de julio de 1871: «Los Romanos Pontífices, nuestros predecesores, para acrecentar y hacer que fuesen cada día más ardientes la devoción y veneración de los fieles en favor del Santo Patriarca; y para exhortarlos a implorar su intercesión cerca de Dios, con una confianza sin límites, no dejaron pasar ocasión alguna favorable de dar nueva y mayor publicidad a este culto».
Traza después el cuadro histórico de lo que han hecho sus antecesores en orden a favorecer la devoción a san José, y concluye: «Y Nos mismo, desde que, por juicio impenetrable de Dios, fuimos elevados a la Suprema Sede de Pedro, movidos, ya por los ejemplos de nuestros ilustres predecesores, ya por la devoción particular al Santo Patriarca, que desde nuestra niñez nos ha animado, con placer de nuestra alma, por decreto de 10 de Setiembre de 1847, hemos extendido a la Iglesia universal, con rito doble de segunda clase, la fiesta del Patrocinio, que ya se celebraba en muchas partes, por indulto particular de la Santa Sede»
Su largo pontificado cubre toda una época. Fue una persona de talante liberal, cordial, generosa, magnánima; un Papa singularmente amado y venerado por los católicos; sus propios infortunios reforzaron esa cordial adhesión. La pérdida del Poder temporal marcó un periodo de la historia cristiana de indudable renovación espiritual en lo tocante a la vida interna de la Iglesia. Recordemos la definición del Dogma de la Inmaculada Concepción del 8 de marzo de 1854 --seguida a los cuatro años por las "apariciones de Lourdes"-- y el Concilio Vaticano I (1869-1870), como dos grandes frutos que nos dan la medida de su valioso Pontificado: el más largo de la historia del papado, nada menos que 32 años: el más largo de la historia de los Papas.
El Liberalismo apareció ante sus ojos como un movimiento al que tenía que oponerse, porque perseguía un ideal no cristiano, y en Italia trataba de arrebatar a la Santa Sede los Estados Pontificios(11). Veinte años --desde 1850 a 1870-- duró la defensa del Poder temporal de los Papas. Y en 1870 con el estallido de la guerra franco-prusiana provocó la retirada de Roma de la guarnición francesa y, tras ella, la toma de la ciudad por los soldados de Victor Manuel II, que hicieron de la Urbe católica la capital de la nueva Italia. Entretanto, el Papa se recluía como voluntario prisionero en el Vaticano, rechazando la «Ley de Garantías» que se le ofreció, y se abría una «cuestión romana», que tardó aún sesenta años en resolverse(12).
La postura de la Iglesia frente a los principios «liberalistas» fue fijada por Pío IX en la encíclica Quanta cura, del 8 de diciembre de 1864. Esta encíclica llevaba como anexo el Syllabus, relación de 80 proposiciones en las que se resumían los errores modernos(13); anatematizaba la absoluta autonomía de la razón, el naturalismo religioso, el indiferentismo, el materialismo, los ataques contra el matrimonio y la defensa del divorcio, etc(14).
El Concilio Vaticano I se abrió el 8 de diciembre de 1869. Iba a examinar los graves problemas que planteaban a la Iglesia las inquietudes doctrinales, políticas y sociales que agitaban el mundo. La cuestión de la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, depositaria de la verdad, estaba en el centro de las preocupaciones. La atención de los Padres conciliares se centró, en primer lugar, sobre la cuestión de la infalibilidad, que suscitó vivas discusiones y controversias en los periódicos e hizo que pasasen a segundo plano los otros temas de discusión. Pese a su brevedad, impuesta por las circunstancias políticas del momento --tuvo que interrumpir sus sesiones a causa de la guerra franco-alemana, en julio de 1870, y de la toma de Roma dos meses más tarde.--, aprobó dos resoluciones de gran importancia: el dogma de la infalibilidad pontificia --Pastor aeternus-- y la constitución Dei Filius, donde se abordó el gran tema religioso del siglo XIX: el problema de las relaciones entre la fe y la razón.
Un año antes del Concilio Vaticano I, el Papa Pío IX confesaba que ya había recibido personalmente más de quinientas cartas de los Obispos del mundo entero, y de los fieles de todos los países(15) pidiendo que se reconociese oficialmente a san José como Patrono de la Iglesia. También durante el periodo conciliar se pedía lo mismo. Entre los que firmaban el Postulatum, se señalan treinta y ocho cardenales y doscientos dieciocho patriarcas, primados, arzobispos y obispos de todas las partes del mundo. La última de estas firmas de Cardenales es la de Joaquín Pecci, el futuro León XIII(16). La forzosa dispersión de los padres del Concilio no permitió que tomasen una decisión acerca de ello, pero el Papa Pío IX no quiso dejar esta petición en suspenso. Así es que el 8 de diciembre de 1870, aniversario de la apertura del Concilio, publicó el decreto «Quemadmodum Deus», en el que proclama a san José Patrono de la Iglesia Universal. Recordemos también que el mismo día en que el Papa hace esta proclamación, los fieles de Roma que habían asistido a los Oficios, fueron insultados y maltratados a la salida de la iglesia. Por la noche bajo las ventanas del Vaticano, hubo unos indeseables que gritaron ¡muera el Papa! No pocas personas creyeron, e incluso anunciaron, que con la caída de los Estados Pontificios se había acabado la Iglesia.
Para subrayar la importancia de este acontecimiento, Pío IX quiso que la proclamación se hiciera simultáneamente en las tres grandes Basílicas patriarcales: San Pedro, Santa María la Mayor y San Juan de Letrán. Escogió expresamente la fiesta de la Inmaculada Concepción y quiso que el anuncio se hiciera en el transcurso de la celebración de la Santa Misa.Subrayaba así los lazos que existen, por voluntad de Dios, entre san José y la Virgen María, entre la Iglesia del cielo y la de la tierra, entre la Eucaristía y la santificación de los miembros de Cristo.
En su Decreto, el Papa enumera los motivos que lo han llevado a tomar esta decisión. En primer lugar, la misma elección de Dios, que hizo de José su hombre de confianza, entre cuyas manos puso lo que Él tenía de más precioso; después, porque es un hecho que la Iglesia siempre ha honrado a san José con la Virgen María y que, en circunstancias inquietantes, siempre la Iglesia ha recurrido con éxito a su protección. Una vez más --como había sucedido en tiempos del Cisma de Occidente y más recientemente con Pío VII-- ante los innumerables males que agobian actualmente a la Iglesia, el Papa se pone personalmente, y pone a todos los fieles con él, bajo la protección de san José(17).
En un Breve fechado el 7 de julio de 1871, Inclytum Patriarcham, da a conocer al mundo entero su decisión; recuerda lo que sus predecesores, y él mismo, han hecho para promover la devoción de los fieles a san José; hace ver que las persecuciones sufridas por la Iglesia en los últimos tiempos provocaron un acrecentamiento de confianza en la protección de san José. El comienzo de este Breve Inclytum Patriarcham es de gran importancia:
«El ilustre Patriarca, el bienaventurado José, fue escogido por Dios prefiriéndolo a cualquier otro Santo para que fuera en la tierra el castísimo y verdadero esposo de la Inmaculada Virgen María, y el padre putativo de Su Hijo único. Con el fin de permitir a José que cumpliera a la perfección un encargo tan sublime, Dios lo colmó de favores absolutamente singulares, y los multiplicó abundantemente. Por eso, es justo que la Iglesia Católica, ahora que José está coronado de gloria y de honor en el cielo, lo rodee de magníficas manifestaciones de culto, y que lo venere con una íntima y afectuosa devoción».
El Papa pide «que el pueblo cristiano se acostumbre a implorar, con gran piedad y profunda confianza, a san José al mismo tiempo que a la Virgen María». Esta práctica es de las más agradables a Nuestra Señora, que disfruta con ello. La devoción a san José está ya ampliamente extendida, pero el Papa cree que es deber suyo estimular a los cristianos para que esta devoción «se enraíce profundamente en los usos de la tradición católica, pues esto es de una  extrema importancia». Al declarar a san José Patrono de la Iglesia universal, Pío IX no hizo más que expresar el sentimiento del pueblo cristiano y, al mismo tiempo, continuar la enseñanza de sus predecesores. Sus sucesores hicieron otro tanto.

La devoción a san José en el siglo XIX

El pontificado de Pío IX, más allá de los acontecimientos ya descritos, fue una época de claro florecimiento de la vida interna de la Iglesia. Por una parte, el aumento de las vocaciones sacerdotales y la renovada observancia disciplinar, manifestada visiblemente en la vuelta al uso del hábito eclesiástico(18); y, por otra, el crecimiento y propagación considerable de las antiguas Ordenes religiosas(19); e incluso el nacimiento de nuevas Congregaciones religiosas, algunas de ellas tan importantes como los salesianos de Dom Bosco. También entre los simples fieles surgieron igualmente nuevas iniciativas apostólicas y benéficas(20).
Pues bien, fue en este contexto del siglo XIX espiritualmente muy fecundo, cuando se extiende la devoción y culto a san José, tanto en personas, como en instituciones por toda la Iglesia. Al mismo tiempo, se va dibujando un movimiento, como hemos visto, de peticiones para obtener que el Papa reconozca oficialmente el patronazgo de san José, no sólo sobre las Iglesias particulares, las comunidades locales, o incluso regiones enteras, sino sobre la Iglesia universal y sobre el mundo entero. Nadie más adecuado para cumplir con esta misión unificadora que san José.
Así, por ejemplo, san Leonardo Murialdo (1828-1900), natural de Turín, sacerdote en 1851. Consagrado al apostolado entre las clases trabajadoras, se encarga de la dirección del colegio de huérfanas obreras en 1856. Funda la Congregación de san José, conocida como «los Josefinos de Murialdo» en 1863. Beatificado y canonizado por el Papa Pablo VI. «Resplandece entre los Santos con la luz más viva aquel gran santo que conmemoramos hoy, el gloriosísimo Esposo de la divina Madre, san José. La gloria a la que en el curso de la vida mortal fue levantado por Dios es tan sublime, y los ejemplos que dejó de la más perfecta virtud y santidad son tan luminosos, que el que tiene que elogiarlos no acierta a pensar qué consideración pueda ser la más provechosa para sus oyentes, aquella que te arrebata en un santo entusiasmo de admiración, o la que te invita y empuja a la imitación de sus virtudes, o la que te infunde en el alma una santa confianza de que un santo tan glorificado por Dios en la tierra, será también de Dios plenamente oído en el cielo»(21).
En la misma hora en la que los embates antirreligiosos azotaban los muros de la Iglesia, un impulso espiritual notable suscitó en el seno del Anglicanismo una noble aventura religiosa --el «Movimiento de Oxford»--, que condujo a los mejores espíritus, ansiosos de autenticidad cristiana, a sus genuinos orígenes, es decir, a las puertas de la Iglesia. Algunos de estos hombres no avanzaron más; pero otros dieron el paso decisivo y franquearon el umbral del Catolicismo: H. Newman fue recibido en la Iglesia en 1845, y tanto él como su compatriota Manning llegaron a ser Cardenales. Uno de estos conversos fue Federico Guillermo Faber (1814-1843), literato y teólogo, convertido del anglicanismo a la Iglesia Católica, bajo la influencia del que fue después Cardenal Newman, fundó una comunidad religiosa integrada en el Oratorio de san Felipe Neri, y fue Superior en Londres desde 1849 hasta su muerte. Su obra Belén o el misterio de la Santa Infancia (Londres 1860). «El niño de Belén reposa en el seno de su Padre en lo más alto de los cielos: allí es la causa de toda la creación, a la par que el modelo. No podemos separar su infancia terrestre de sus principios celestiales, porque sin ellos sería ininteligible». Contiene unos párrafos sugestivos y profundos que presentan a José como doctor de la Santa Infancia, adorador de Jesús niño e implantado en la vida trinitaria.
No podemos dejar de citar al jesuita Enrique Ramière (1821-1884), segundo fundador del Apostolado de la Oración y apóstol ferviente del Corazón de Jesús, que fundó y dirigió durante muchos años Le Messager du Coeur de Jésus. En esta revista se aprecian, entre otros rasgos el ambiente de amor a la Iglesia y ferviente devoción a san José, que precedió al acto de Pío IX por el que lo proclamó Patrono de la Iglesia. Su célebre libro El Apostolado de la Oración muestra en la figura y tarea de san José, cuál es la esencia del apostolado más eficaz. «San José es el "Jefe" de la Sagrada Familia: el Papa es el "Jefe" de la Iglesia. Pues Jesús y María están "subordinados" a José; la Iglesia aparece ya toda entera: la Iglesia es un gran cuerpo del que Jesús es la cabeza y los fieles los miembros; y todos los miembros del cuerpo místico de Jesús deben nacer y nacen espiritualmente de María: "Mater capitis, mater membrorum". Un mismo título, "Jefe de la Iglesia", es pues apropiado a san José y al Papa, aunque en sentidos diferentes. San José fue, en el verdadero sentido, jefe de Jesús; el Papa no lo es en absoluto: el Papa no es más que el Jefe visible de los miembros místicos de Jesucristo. San José no estaba investido de ninguna autoridad espiritual respecto a Jesús y María. No es como formando el cuerpo de la Iglesia que Jesús y María estaban subordinados a José, sino más bien como miembro de su familia de Nazaret. El Papa ejerce, por el contrario, una autoridad espiritual respecto a los miembros del cuerpo místico de Cristo. La Virgen misma ha reverenciado en la persona del primer Papa, san Pedro, esta autoridad de Jefe espiritual que Ella no pudo reverenciar en san José»(22).
La gran mensajera de la infancia espiritual y del amor misericordioso, santa Teresita del Niño Jesús (1873-1897), con su experiencia interior de riquísimo contenido contemplativo, profesa una tierna devoción a san José a través de la sencilla poesía expresiva de la tradición carmelitana heredada de Santa Teresa de Jesús. «Pedí también a san José que fuera mi custodio. Mi devoción hacia él, desde la infancia, era una misma cosa con mi amor a la Santísima Virgen. Todos los días rezaba la oración: "¡Oh san José, Padre y Protector de las Vírgenes...". Parecíame ir muy protegida y a cubierto de todo peligro»(23).
El siglo XIX se caracteriza en Cataluña por una excepcional fecundidad apostólica y espiritual, que se manifiesta en numerosas fundaciones de institutos y congregaciones religiosas. Es la época de la que se ha dicho que nunca en Cataluña había habido tantos santos como entonces(24). En respuesta a un escrito del cisterciense Félix Genover, en que se discutía la primacía de José en santidad, los Padres Carmelitas Descalzos del convento barcelonés de san José vindican ya en 1743 la eminencia de su oficio y de su santidad. Un opúsculo polémico, Joseph vindicado, escrito en pocas semanas, constituye un excelente resumen y balance de la tarea doctrinal que caracteriza el siglo anterior a su publicación, a la vez que un testimonio de la expansión y arraigo popular de la corriente espiritual surgida de santa Teresa de Jesús.
La devoción a san José es característica de muchos de los hombres de aquella generación. Entre ellos Francisco Javier Butiñá (1834-1900), Fundador de las Siervas de san José y de las Hijas de san José, destacado por su doctrina, expresada especialmente en Las Glorias de San José, Barcelona 1893. «A san Rafael, siendo uno de los primeros príncipes de la corte celestial, designó el Omnipotente para compañero y guía del santo y joven Tobías en su viaje a la ciudad de Rajés: mas a san José le subió al altísimo cargo y ministerio de acompañar y defender al Hijo de Dios en sus caminos. San Gabriel tuvo a honra ser el mensajero de Dios para anunciar a María el incomprensible misterio de la divina maternidad; mayor fue la de san José levantado a la dignidad incomparable de ser virginal Consorte y compañero inseparable de la misma divina Madre. Cífrase la más brillante gloria de san Miguel en ocupar el trono supremo de la milicia celestial, como príncipe de los coros angélicos; mas le aventaja, y con mucho, san José, pues fue príncipe y cabeza de la familia de Dios en la tierra, compuesta no de purísimos espíritus, sino de la misma Reina de todos ellos y del Supremo Gobernador del universo visible e invisible»(25).
También José María Vilaseca, M.S.J. (1831-1910), fundador de los Institutos de Misioneros Josefinos en México, nació en Igualada, en Cataluña, y estudió en el seminario de Barcelona. Siguiendo su vocación misionera ingresó en la congregación de PP. Paúles. Destinado ya en México desplegó una intensa actividad apostólica que fructificó en la fundación de dos institutos josefinos, y la revista El Propagador de la Devoción a san José, en 1872, que subsiste todavía en la actualidad. La fecundidad de su apostolado se extendió a todo el mundo hispanoamericano, por lo que ha de ser considerado como uno de los más grandes apóstoles de la devoción a san José. «El poder de san José sobrepuja con mucho el poder de todos los ángeles y de todos los santos juntos, porque él es, a la vez, poderoso en el corazón de Dios y en el corazón de María»(26).
San Enrique de Ossó y Cervelló (1840-1896), nacido en Vinebre, en la Diócesis de Tortosa, destaca entre los sacerdotes catalanes del siglo pasado por su espíritu teresiano y su ferviente devoción josefina. Ha sido canonizado recientemente por Juan Pablo II. Fundó en 1876 la Compañía de santa Teresa de Jesús (Teresianas). Creador de la Hermandad josefina en Tortosa, el mismo año de 1876, redactó un devocionario josefino completo que con el título El devoto josefino publicó en 1890. Enumera siete privilegios de san José: 1º) Tener a Jesús por Hijo de Dios; 2º) Ser su esposa María, madre de Dios; 3º) Ser obedecido por Jesús y María; 4º) Haber gozado de los abrazos y caricias del Rey de la Gloria; 5º) Ser el primer adorador del Hijo de Dios nacido en Belén; 6º) Morir en brazos de Jesús y María; y 7º) Resucitar con Cristo en cuerpo y alma a la Gloria.
En la espiritualidad y en la acción pastoral del que fue gran Obispo Dr. Joseph Torras i Bages (1846-1916) ocupa un lugar importante la devoción a san José. Tiene algunos textos de su predicación como presbítero, que contienen ya expresión de pensamientos capitales, de decisivo valor teológico. «La vida oculta es muy alabada, pero muy poco seguida. José es el modelo de la vida oculta»(27). Desde luego, el gran sacerdote poeta Miquel Costa i Llobera (1854-1922), principal figura del renacimiento literario de Mallorca. Se dedicó intensamente a la predicación y recorrió los púlpitos de la isla durante muchos años. El panegírico de san José, en el que el lector descubrirá la presencia de una gran riqueza de fuentes, y la poesía a modo de «gozos» populares, escrita por su propio autor en castellano, son un testimonio excelso de la tradición josefina en su tierra de Mallorca. Y finalmente, publicadas como editorial en la revista barcelonesa CristiandadJaime Boffil (1910-1965), que fue prestigioso catedrático de Metafísica de la Universidad de Barcelona, contienen una expresión «contemplativa» del sentido de la fe sobre el Patriarca san José. «La fe cristiana se nutre de la contemplación. De una contemplación sencilla, que se detiene donde sea que encuentre ternura, gozo, suavidad espiritual. Por esto las escenas del nacimiento de Jesús han nutrido secularmente esta contemplación. Y ¿cómo contemplar el nacimiento sin detenerse en la conversación y compañía de José»(28).
Las magníficas predicciones de Isolano se han realizado cumplidamente en la Edad Moderna y Contemporánea. La devoción a san José viene a ser una benéfica inundación, que se extiende por toda la Iglesia, para producir en todas partes abundantísima cosecha de flores y frutos de virtudes.

León XIII y La primera encíclica pontificia sobre san José

El siglo XIX presenció también una notable transformación de las realidades sociales. El auge del Capitalismo, la revolución industrial y la creación de los proletariados urbanos provocaron la aparición de un «problema social», desconocido hasta entonces. Ideologías de signo anticristiano, como el Marxismo y el Anarquismo(29), propugnaron nuevos modelos de sociedad e influyeron poderosamente en los movimientos obreros. El Papa León XIII (1878-1903) propuso un programa cristiano para el nuevo mundo del trabajo.
Ya el Concilio Vaticano I había reunido abundante documentación acerca de la cuestión social, con la intención de ocuparse del tema. Pero el brusco final de la Asamblea conciliar no llegó a tratarlo y fue León XIII quien lo hizo en su encíclica Rerum novarum, el 15 de mayo de 1891. Rechazaba por principio la dialéctica de la lucha de clases y pedía a patronos y obreros una armónica colaboración para el desarrollo de la nueva sociedad. Este pontificado fue el punto de partida del Catolicismo social, dentro del cual se perfilaron pronto una tendencia corporativista y otra, más politizada, de orientación democrático-progresista.
León XIII escribió la primera y magistral Encíclica dedicada a san JoséQuamquam pluries, y después publicó el BreveNeminem fugit, por medio del cual pedía a los hogares cristianos que se consagraran a la Sagrada Familia de Nazaret, «ejemplo perfectísimo de la Sociedad doméstica, al mismo tiempo que modelo de toda virtud y de toda santidad».
En ella enseña el papel de san José en la Iglesia: «La Sagrada Familia, que san José gobernó como investido de autoridad paterna, contenía en germen a la Iglesia. La Santísima Virgen María, al mismo tiempo que Madre de Jesucristo, es también Madre de todos los cristianos... Asimismo, Jesucristo es como el primogénito de los cristianos, que son sus hermanos de adopción y de redención. Estas son las razones por las que san José mismo se da cuenta de que la multitud de los cristianos le ha sido confiada de una manera muy particular. Esta multitud es la Iglesia, familia inmensa extendida por toda la tierra. Él tiene sobre ella la autoridad paterna, puesto que es el esposo de María y el padre de Jesús. Es lógico que José cubra ahora a la Iglesia con su celestial patronazgo, como en otros tiempos atendía a las necesidades de la Sagrada Familia». Y para subrayar todavía más su deseo de ver a los fieles unir a José y a María en sus oraciones, pide que se termine el rezo del Santo Rosario con la invocación a san José: «Recurrimos a Vos en nuestra tribulación, bienaventurado José...».
Los 25 años que duró el Pontificado de León XIII, nos introducen ya en el siglo XX. Su magisterio desarrollado a través de sus grandes encíclicas fue de gran importancia, y un particular valor tuvo para la renovación del pensamiento cristiano la solemne restauración de la filosofía tomista. El anciano Papa acabó ganándose el respeto del mundo entero, pese a que en algún lugar, como Francia, sus esfuerzos conciliadores no tuvieron una respuesta satisfactoria.

La veneración pontificia por san José en el siglo XX

La presencia activa de los católicos en la vida político-social, tal como impulsó León XIII, tenía también sus riesgos y en el interior de la Iglesia se incubaba, además, una crisis doctrinal, que no tardaría en declararse abiertamente. Los primeros años del siglo XX, hasta el comienzo de la Primera Guerra Mundial, se recordarán siempre como un periodo brillante y feliz de la historia europea, que vino a truncar el estallido de la más inútil y absurda de la contiendas bélicas. En la vida cristiana, sin embargo, no fue una época fácil y sin problemas. Pero la gran crisis doctrinal que agitó a la Iglesia, fue la llamada crisis modernista, ya en el pontificado del último de los papas que ha merecido el honor de los altares: san Pío X (1903-1914)(30).
Bajo el influjo de causas muy diversas --como las filosofías irreligiosas, el cientifismo decimonónico y el Protestantismo liberal-- tomó cuerpo en la Iglesia el fenómeno modernista. El Modernismo, que en el ánimo de algunos habría de reconciliar Catolicismo y mentalidad moderna y superar así la pretendida quiebra entre la fe y la ciencia, venía en la práctica a vaciar de contenido sobrenatural la fe católica. San Pío X fue un Papa valiente que atendió por encima de todo a los «intereses de Dios» y promovió con ardor la piedad cristiana. Pío X tenía una gran devoción por san José, cuyo nombre le impusieron en el Bautismo. Él fue quien aprobó las letanías en honor de este Santo y autorizó su inserción en los libros litúrgicos. En esto, como dice él mismo, está de plena conformidad con sus predecesores: Pío IX y León XIII. José es una ayuda poderosa y muy útil para la familia y para la sociedad (1909).
La Primera Guerra Mundial estalló el 28 de julio de 1914. A las tres semanas fallecía san Pío X (el 20 de agosto). El nuevo Papa Benedicto XV (1914-1922) apenas pudo hacer otra cosa durante aquellos años que esforzarse inútilmente en intentar la paz entre los bandos beligerantes. El final llegó en noviembre de 1918, gracias a la victoria de los Aliados sobre los Imperios centrales. La Santa Sede fue rigurosamente excluida de la mesa donde se negoció el Tratado de Versalles. Pero este tratado no trajo la paz, sino veinte años de «entreguerras», una simple tregua entre dos conflictos mundiales. Benedicto XV, en 1917 promulgó el primer Código de Derecho Canónico, --que inició su predecesor Pío X-- y publicó en 1920, un poco después de la Primera Guerra Mundial, una Encíclica sobre la paz; más tarde, publicó un Motu proprio invitando a todos los obispos del mundo a celebrar el cincuentenario del patronazgo de san José animando a los fieles para que renovasen su devoción al Santo y a la Sagrada Familia. «El desenvolvimiento de la devoción de los fieles hacia san José, traerá consigo como una consecuencia necesaria, el culto hacia la Sagrada Familia de Nazaret, de la que fue san José el augusto jefe; naturalmente, una de estas devociones hace brotar la otra. José nos conduce directamente a María y por medio de María a la fuente de toda santidad, Jesús, que santificó las virtudes familiares por su obediencia a José y a María...»(31).
En efecto, un ejemplo de estas orientaciones del Papa se ve en el documento colectivo de los Obispos de todas las diócesis catalanas. En particular, el Obispo de Barcelona, Enrique Reig y Casanova, publicaba una Carta Pastoral, que tiene un gran valor doctrinal, el carácter de un testimonio de la ferviente tradición josefina de Cataluña y en especial de Barcelona, y un gran interés histórico, por aludir al origen josefino del Templo de la Sagrada Familia(32), y referirse al movimiento espiritual suscitado por la Madre Petra de san José, fundadora del Santuario de San José de la Montaña. Recurrir a san José es un remedio para «la situación difícil en que se encuentra hoy el género humano». Sus ejemplos y su protección sostendrán en su deber, y preservarán de las falsas doctrinas a quienes ganan su vida con su trabajo, en todas partes del mundo. El 26 de octubre de 1921, Benedicto XV extendió a toda la Iglesia la fiesta de la Sagrada Familia.
El periodo de «entreguerras» coincidió prácticamente con el Pontificado de Pío XI (1922-1939); y fue la edad de oro de la Acción Católica(33) y de claro florecimiento del Cristianismo y la Iglesia(34). El prestigio de la Santa Sede en el mundo creció de modo extraordinario y su personalidad internacional se vio robustecida por la firma de numerosos Concordatos, varios de ellos con los nuevos países nacidos de la última guerra. Pero el acontecimiento de más envergadura fue la firma de los «Pactos Lateranenses» que pusieron fin a la «cuestión romana». Así el 11 de febrero de 1929 aparece el Estado de la Ciudad del Vaticano, mínimo solar territorial indispensable para garantizar la independencia de la Santa Sede.
Como contrapunto negativo tuvieron lugar sangrientas persecuciones sobre la Iglesia en distintos países. En Rusia, la implantación del Comunismo produjo un sinfín de violencias antirreligiosas, que afectaron sobre todo a los cristianos ortodoxos. Pero la persecución llegó también a países de población católica con una dureza nunca alcanzadas por el anticlericalismo del siglo pasado. La persecución en México, y sobre todo la desencadenada en España durante la guerra civil de 1936 a 1939.
Pío XI pronunció sobre san José palabras de excepcional importancia. Este hombre audaz y valiente no puede ser acusado de ignorancia o de piedad sentimental. El 21 de abril de 1926, con ocasión de la beatificación de Jeanne-Anthide Thouret y de Andre-Hubert Fournet, concreta cuáles son los fundamentos del patronazgo de san José, cuya fiesta caía en ese día:
«Este es un Santo que entra en la vida y se desgasta entero cumpliendo una misión única de parte de Dios, la misión de conservar la pureza de María, de proteger a nuestro Señor, y de esconder, por medio de su admirable cooperación, el secreto de la Redención. La santidad incomparable de san José tiene sus raíces en la grandeza de esta misión, ya que no fue confiada a ningún otro santo... Es evidente que, en virtud de tan alta misión, José poseía ya el título de gloria que le corresponde, el de Patrono de la Iglesia universal. Toda la Iglesia se encontraba ya presente junto a él, en estado de germen fecundo».
Dos años más tarde, el 19 de marzo de 1928 en la fiesta de san José, vuelve sobre el mismo tema y muestra cómo la misión de san José es más importante que las de san Juan el Bautista y la de san Pedro. Entre la misión de Juan el Bautista y la de san Pedro está la de san José. «Misión recogida, silenciosa, casi inadvertida y desconocida, misión llevada a cabo con humildad y silencio... Allá en donde más profundo es el misterio, en donde más espesa la noche que lo envuelve y mayor el silencio, es precisamente donde encontramos la misión más alta y el más brillante cortejo de virtudes requeridas y de méritos que de ellas derivan. Misión única, altísima, la de conservar la virginidad y la santidad de María, la de tomar parte en el gran misterio escondido a los ojos de los siglos y cooperar así en la Encarnación y en la Redención».
Esta misión única de José en la tierra se traduce en el cielo por un gran poder de intercesión. Pío XI declara el 19 de marzo de 1935: «José es quien lo puede todo cerca del divino Redentor y cerca de su divina Madre, de una manera y con una autoridad que superan las de un simple depositario». Y tres años más tarde en la misma fecha: «La intercesión de María es la de la madre, no vemos qué es lo que su divino Hijo podría negarle a tal madre. La intercesión de José es la del esposo, la del padre putativo, la del jefe de familia, no puede dejar de ser todopoderosa, pues nada pueden negarle Jesús y María a José que les consagró toda su vida y a quien realmente debieron los medios de su existencia terrestre».
Ante la tangible amenaza de los totalitarismos ateos o paganos y para hacer realidad su divisa: «La paz de Cristo en el reino de Cristo», Pío XI cuenta especialmente con la intervención de san José. En su célebre Encíclica Divini Redemptoris, contra el comunismo, en 1937(35), donde fijaba con claridad la actitud de la Iglesia, declara: «Ponemos la gran acción de la Iglesia católica contra el comunismo ateo mundial bajo la égida del poderoso protector de la Iglesia, san José. Él pertenece a la clase obrera y él experimentó el peso de la pobreza en sí y en la Sagrada Familia, de la que era jefe solícito y amante; a él le fue confiado el divino niño, cuando Herodes envió sus sicarios contra él. Con una vida de absoluta fidelidad en el cumplimiento del deber cotidiano, ha dejado un ejemplo de vida a todos los que tienen que ganar el pan con el trabajo de sus manos. Y mereció ser llamado el justo, ejemplo viviente de la justicia cristiana que debe dominar en la vida social».
La Segunda Guerra Mundial (1939-1945) superó ampliamente a la Primera en duración y magnitud. Millones de personas perdieron la vida en los frentes de batalla y en los campos de concentración. El sucesor de Pío XI fue Pío XII (1939-1958) que dio un paso grande en la universalidad real de la Iglesia cuando en 1946 realizó su primera promoción cardenalicia(36). Ejercitó un infatigable magisterio, tratando en sus alocuciones múltiples aspectos de la vida y moral cristianas, en las nuevas circunstancias del mundo(37). Quiso cristianizar la "fiesta del trabajo del 1 de mayo" instituyendo la fiesta de san José Artesano. Una y otra vez señalaba a san José como el protector con mejor título de todas las clases de la sociedad y de todas las profesiones. Habló de este Santo a los obreros, a los matrimonios jóvenes, a los cristianos militantes, a los estudiantes y a los niños. Para él, el patronazgo de san José no es una hermosa fórmula teológica, o una piadosa apelación, sino una verdad fundamental. José, igual que María, está íntimamente unido a la doctrina del cuerpo místico de Cristo que es la Iglesia del cielo y de la tierra.

El Concilio Vaticano II y san José

Juan XXIII (1958-1963) sucede a Pío XII. Cuando fue elegido Papa, sintió no poder tomar el nombre de José, a causa de la costumbre, pero no obstante, escogió el 19 de marzo como fecha de su fiesta personal. Pese a su brevedad tuvo gran impacto en la Iglesia. A los tres meses de su elección, el 25 de enero de 1959, reveló su intención de convocar un concilio ecuménico y así en la Bula Humanae salutis lo convocó el 25 de diciembre de 1961 para «promover el incremento de la fe católica y una saludable renovación de las costumbres del pueblo cristiano, y adaptar la disciplina eclesiástica a la condiciones de nuestro tiempo».
Juan XXIII, dio múltiples testimonios de su devoción a san José. Confesaba: «Amo mucho a san José, hasta tal punto que no sé empezar mi jornada, ni terminarla, sin que mi primera palabra y mi último pensamiento se dirijan a él». Siendo Nuncio en París visitó la casa madre de las Hermanitas de los Pobres en La Tour Saint-Joseph. En esta ocasión contó que quiso recibir la consagración episcopal en la fiesta de san José «porque es el Patrono de los diplomáticos». Explicó: «Como san José, los diplomáticos pueden al mismo tiempo presentar a Jesús y esconderlo. Como san José, deben saber callar, medir sus palabras, saber emplearse sin mirar la dignidad del servicio... y sobre todo paladear dulce y tragar amargo..., obedecer aun cuando no se comprenda, como san José cuando partió con su borriquillo».
Cuando fue Papa, dio las mismas consignas a todos los cristianos: Emplearse igual en tareas humildes que en misiones importantes, sin calibrar la dignidad de lo que se hace. José, esposo de María, no fue más que un artesano que ganaba su pan con su trabajo. Lo que cuenta delante de Dios es la fidelidad. El 19 de marzo de 1959, celebrando la Misa para un grupo de trabajadores de la ciudad de Roma, les decía: «Todos los santos glorificados merecen un honor y un respeto particulares, pero es evidente que san José posee, con justo título, un lugar muy particular, más suave, más íntimo, más penetrante en nuestro corazón».
El 1 de mayo de 1960, Juan XXIII dirige un radio-mensaje sobre san José a todos los que trabajan y a todos los que sufren. Comienza así: «Es natural que nuestro pensamiento se dirija a cada una de las regiones y ciudades en que se desenvuelve la vida de todos los días: los hogares, las escuelas, las oficinas, los mercados, las fábricas, los despachos, los laboratorios, a todos los lugares santificados por el trabajo intelectual o manual, en las varias y nobles formas que reviste según la fuerza y capacidad de cada uno... Con la ayuda de san José, cada familia cristiana dedicada al trabajo puede reflejar fielmente el ejemplo y la imagen de la Sagrada Familia de Nazaret... El trabajo es, en verdad, una alta misión: es para el hombre como una colaboración inteligente y efectiva con Dios Creador, del cual ha recibido los bienes de la tierra para cultivarlos y hacerlos prosperar».
La gran iniciativa de Juan XXIII fue convocar el Concilio Vaticano II. En las Letras Apostólicas de 19 de marzo de 1961, explica por qué quiere este Concilio tan importante, que ha colocado bajo la protección especial de san José. Comienza por recordar lo que sus predecesores hicieron por la gloria de san José, a continuación explica que el Concilio es para todo el pueblo cristiano, que debe beneficiarse de él por una corriente de gracia, para una vitalidad mayor. Añade que no se puede encontrar mejor protector que san José para obtener la ayuda del cielo en la preparación y el desarrollo de este Concilio, que debe señalar toda una época.
Otra iniciativa importante de Juan XXIII fue introducir en 1962 el nombre de san José en el Canon de la Santa Misa, inmediatamente detrás de la Virgen María. Pío IX no se decidió a hacerlo. Las peticiones que habían sido formuladas en el Concilio Vaticano I, volvieron a formularse en número muy grande en el Concilio Vaticano II(38). Los Padres del Concilio no tenían nada que deliberar acerca de esto, puesto que se refería a un rito litúrgico entre tantos otros(39).
No obstante, el Concilio hizo suya esta decisión de Juan XXIII incorporando el texto del Communicantes, en el que se encuentra el nombre de san José, en la Constitución dogmática Lumen gentium. Esta Constitución habla del misterio de la Iglesia, cuerpo místico de Cristo. El capítulo séptimo concierne especialmente a la unión muy íntima que liga a los miembros de la Iglesia que caminan todavía en la tierra con aquellos que ya gozan de la vida de plenitud en el cielo. Esta presencia invisible de nuestros amigos los santos se actualiza cuando nos reunimos para orar, y muy particularmente en la celebración de la Santa Misa. El texto es digno de meditación, pues afirma que san José merece un lugar escogido:
«Nuestra unión con la Iglesia celestial se realiza de manera nobilísima especialmente en la sagrada liturgia, en la que la fuerza del Espíritu Santo se ejerce sobre nosotros a través de los signos sacramentales, celebrando juntos la alabanza de la majestad divina con alegría común..., celebrando el Sacrificio Eucarístico es como nos sumamos mejor al culto de la Iglesia celestial, unidos en una misma comunión y venerando la memoria, en primer lugar, de la gloriosa siempre Virgen María y de san José, de los bienaventurados Apóstoles y mártires y de todos los Santos»(40).
La apertura solemne fue el 11 de octubre de 1962, pero el buen Papa Juan tan sólo vivió el primer periodo de sesiones. Le sucedió Pablo VI (1963-1978), que gobernó la Iglesia durante las tres etapas ulteriores del Concilio, celebradas en los tres años siguientes, hasta la clausura, el 8 de diciembre de 1965. El desarrollo económico producido tras el periodo de la posguerra hizo surgir en los países más ricos una nueva «sociedad del bienestar», que ha demostrado tener una sorprendente capacidad de disolución del espíritu cristiano. El vértigo del consumismo ha difundido entre gentes de todos los niveles una oleada de materialismo práctico, una afán hedonista de gozar si medida de las cosas terrenas, con olvido de las realidades eternas. En suma, una visión naturalista de la vida humana, reducida al plano de la pura temporalidad(41).
El Concilio Vaticano II trazó un importante programa de renovación cristiana, capaz de reportar grandes bienes a la Iglesia(42). Pero en torno a la época de su celebración afloró a la superficie una profunda crisis en la vida eclesial, traducida en un sinfín de abusos cometidos en nombre de un pretendido «espíritu conciliar». En la sociedad eclesiástica se produjo entonces una violenta explosión «neomodernista» de extensión y alcance universales(43). Pablo VI habla con frecuencia de san José. Se detiene menos en subrayar sus prerrogativas que en recordar su misión en la Iglesia de hoy. Así en el Ángelus del 19 de marzo de 1970 decía: «la misión de José al lado de Jesús y de María fue una misión de protección, de defensa, de salvaguardia y de subsistencia... La Iglesia tiene necesidad de ser defendida, tiene necesidad de ser custodiada, en la escuela de Nazaret, pobre y laboriosa, pero viva, consciente y disponible para su vocación mesiánica. Esta necesidad de protección, hoy, es grande para poder mantenernos indemnes y para actuar en el mundo..., la misión de san José es la nuestra: custodiar a Cristo, hacerle presente, en nosotros y alrededor de nosotros».
Y tres años más repetía en una homilía: «José es el protector de Cristo cuando entra en este mundo, el protector de la Virgen María, de la Sagrada Familia, el protector de la Iglesia, el protector de quienes trabajan. Todos podemos decir: Nuestro protector».

La devoción a san José en el siglo XX

En nuestro siglo XX, desde el Oriente al Occidente, allí donde resuena el nombre del Salvador, resuena también con gloria y alabanza, el nombre del que tan perfectamente hizo con Él las veces de "padre". Por todas partes templos, imágenes, altares dedicados en honor de san José. Por todo el mundo cofradías y congregaciones, para implorar su favor durante la vida y en el trance de la muerte. Por doquier muchedumbres, cada vez más numerosas, que respondiendo a los deseos de la Iglesia, acuden a san José, para obsequiarle y pedir su protección, con fervientes cultos, en novenas, visitas semanales, siete domingos y aun meses enteros.
El documento colectivo de los Obispos del Canadá, del 26-XI-1955, lo escogemos como una muestra eminente de la enseñanza universal del Episcopado católico sobre el glorioso Patriarca. Por ser Canadá el primer país del mundo --año 1624-- puesto bajo el Patrocinio de san José, y por el hecho de la existencia en él del Oratoire de Saint Joseph, de tan providencial significado en nuestra época.
Se puede afirmar, sin embargo, que la devoción tradicional a san José permanece viva hasta el Concilio Vaticano II, en que para ella, lo mismo que para el culto de María, comienza un período de crisis. En la etapa posconciliar, concretamente en 1975 escribe H. Holstein en un fascículo de los Cahiers marials dedicado a san José, un artículo titulado «¿Una devoción desacelerada?»(44). El autor observa ante todo que «la devoción a san José experimenta actualmente un declive del que no es preciso aducir pruebas: relegación de las estatuas al fondo de las sacristías o de los graneros polvorientos, desuso de los meses de san José, escasez de predicaciones y novenas». Respecto a las múltiples causas de este desinterés o alergia respecto a san José, H. Holstein descubre la principal en la «reacción, espontánea más que refleja, contra el fervor experimentado en el siglo XIX hacia el padre nutricio de Jesús».
Frente a una presentación de José que acentúa su autoridad en la familia y su poder para defender a la Iglesia y a la sociedad de los peligros del mundo moderno, está justificada la reacción de disgusto y hasta de rechazo. Sí --insiste H. Holstein-- porque se trata de un triple rechazo: «Rechazo de un espléndido aislamiento de san José, admirado e invocado en su poder de padre de familia, sin referencia primordial al misterio de la Encarnación; rechazo de la sociología familiar y del respeto al orden establecido, que se funda en la obediencia impuesta por el orden providencial...; rechazo del clima de asedio de una Iglesia que, lejos de buscar una irradiación, se ve reducida a implorar un defensor contra incesantes ataques y peligros inminentes...».
Sin forzar las deficiencias del pasado ni renegar de sus valores, se impone no obstante una renovación de la teología y del culto de san José siguiendo las huellas de cuanto han propuesto sobre María el Concilio Vaticano II y la Marialis cultus de Pablo VI. El cristiano en nuestros días no tiene una especial devoción al Santo Patriarca. Para contrarrestar los peligros de la sociedad moderna, ha querido la Iglesia nuestra Madre ofrecernos en la devoción a nuestro Santo un auxilio y un modelo perfectísimo. Auxilio y modelo para la pureza, en medio del mundo corrompido; auxilio y modelo para la vida de oración, en medio del mundo disipado como nunca; auxilio para el trabajo encaminado al servicio de Dios; auxilio para el amor y abnegación en obsequio al Verbo humanado y a su santísima Madre, auxilio para una santa vida, y para una santa muerte. He aquí por qué la Iglesia nos encamina en estos tiempos, y con tanto anhelo, al Santo Patriarca.
Ya escribía sobre san José el entonces Obispo auxiliar de Cracovia, Karol Wojtyla, el 20 de marzo de 1960 en el semanarioTygodnik Powszechny: «Desde el siglo XIX predomina en la Iglesia, tanto en su Magisterio como en su liturgia, otro modo de interpretar a san José. No se acentúa tanto el rasgo contemplativo, sino más bien su papel social»(45). «San José, que fue durante su vida en la tierra el tutor del Cristo histórico, tiene que ser ahora necesariamente el tutor del Cristo místico, esto es, de la santa Iglesia»(46).
Vemos, pues, que la Iglesia está renovando constantemente la lectura de este personaje y que no cesa de hallar en él nuevas riquezas no conocidas, mejor, no reveladas desde el principio, pues la historia de la humanidad ayuda también a esta comprensión. La personalidad de san José nos permite acercarnos a los más profundos valores humanos. Si en siglos pasados el Santo Patriarca era puesto como modelo de las almas contemplativas, actualmente hemos de verlo modelo del hombre contemporáneo, más social y más como tutor o padre.
El futuro Papa reflexiona sobre el problema del hombre. Siendo san José uno de los muchos hombres que aparecen en el Evangelio, todos ellos están relacionados con Cristo, el Señor. Entre los que están de parte de Jesús destacan los Apóstoles y Juan el Bautista. San José cierra el cuadro. En efecto, «la personalidad de san José tiene un peso específico muy considerable en el Evangelio, y el tipo de hombre que configura su persona, en sí, nos señala, no solamente la disposición natural de las fuerzas y relaciones dominantes en el Reino de Dios en la tierra, en la Iglesia. La Iglesia, en su configuración externa, es la organización, la sociedad transparentemente organizada; pero en su interior es la familia de Dios, gracias a su comunidad de fines y a su vida sobrenatural. Por lo mismo toda su actividad externa, socialmente organizada por el hombre dentro de la Iglesia, debe estar impregnada del espíritu de paternidad o tutela. En caso contrario, esa actividad, a pesar del posible esplendor externo, se realizaría dentro de un vacío interior. Ateniéndonos, pues, al problema del hombre en su totalidad y en el Evangelio, deberíamos pensar igualmente en cierta paternidad de los Apóstoles y en cierto apostolado en san José. En consecuencia puede decirse que, en la Iglesia se es apóstol, cuando se es a la vez tutor y padre. Solamente entonces se cumple en pleno sentido de la palabra la misión del Reino de Dios en la tierra».

La devoción a san José en el Beato Josemaría Escrivá
Es indudable que la persona de san José, su vocación y misión, meditada a la luz del amplio contexto evangélico, puede conducirnos ciertamente a una confrontación con la vida actual. Quien lo ha conseguido de modo admirable en el siglo XX es el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer (1902-1975), Fundador del Opus Dei, pionero --desde 1928-- en la difusión de la llamada universal a la santidad en nuestros días, mensaje nuclear del Concilio Vaticano II. El lector encontrará en su homilíaEn el taller de José(47), un rico pensamiento teológico entroncado con las fuentes más tradicionales, y en especial sintonía con Santa Teresa de Jesús. Y a su vez, sus enseñanzas sobre san José --y su devoción personal--, tanto por escrito como recogidas de viva voz, componen toda una teología espiritual --sobre fundamentos sólidamente dogmáticos--, de base firme para la devoción relevante que en la Prelatura Opus Dei se tiene a san José.
En una primera lectura de En el taller de José se ve claramente que se propone al Santo Patriarca como modelo acabado para los cristianos que viven en el mundo. «Ningún hombre es despreciado por Dios. Todos, siguiendo cada uno su propia vocación --en su hogar, en su profesión u oficio, en el cumplimiento de las obligaciones que le corresponden por su estado, en sus deberes de ciudadano, en el ejercicio de sus derechos-- estamos llamados a participar del reino de los cielos. Eso nos enseña la vida de san José: sencilla, normal y ordinaria, hecha de años de trabajo siempre igual, de días humanamente monótonos, que se suceden los unos a los otros. Lo he pensado muchas veces, al meditar sobre la figura de san José, y ésta es una de las razones que hace que sienta por él una devoción especial»(48).
Los que le conocían sabían de sobra hasta qué hondura llegaban las raíces de esa devoción, realmente especial, que el Beato Josemaría manifestaba haber tenido "desde el principio". Cuenta el mismo Fundador del Opus Dei en la homilía que hemos citado: «Cuando en su discurso de clausura de la primera sesión del Concilio Vaticano II, el pasado 8 de diciembre, el Santo Padre Juan XXIII anunció que en el canon de la Misa se haría mención del nombre de san José, una altísima personalidad eclesiástica me llamó en seguida por teléfono para decirme: Rallegramenti! ¡Felicidades!: al escuchar ese anuncio pensé en seguida en usted, en la alegría que le habría producido. Y así era: porque en la asamblea conciliar, que representa a la Iglesia entera reunida en el Espíritu Santo, se proclama el inmenso valor sobrenatural de la vida de san José, el valor de una vida sencilla de trabajo cara a Dios, en total cumplimiento de la divina voluntad(49). Esa era la razón fundamental de aquella alegría que le produjo el gesto de Juan XXIII. Es conocido que, en la lista de firmantes en la petición presentada con tal motivo al Santo Padre, figuraba la del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer(50).
Quienes lo trataban conocían su devoción a san José y lo proclamaba con gratitud y orgullo filial: «Yo le llamo mi Padre y Señor y, además, no me da vergüenza decir que lo quiero mucho»(51). «San José --decía en otra ocasión--, que no te puedo separar de Jesús y de María; san José, por el que he tenido siempre devoción, pero comprendo que debo amarte cada día más y proclamarlo a los cuatro vientos, porque éste es el modo de manifestar el amor entre los hombres, diciendo: ¡te quiero!, San José, Padre y Señor nuestro: ¡en cuántos sitios te habrán repetido ya a estas horas, invocándote, esta misma frase, estas mismas palabras! San José, nuestro Padre y Señor, intercede por nosotros»(52). Este amor al Santo Patriarca se desarrolló con ímpetu creciente(53) en los últimos años de su vida en la tierra, y con singular intensidad desde la gran catequesis que hizo por América. Ciertamente había sido una constante este cariño, esta devoción especial hacia san José, maestro de vida interior protector de la Iglesia universal y patrono del Opus Dei.
Como vivencia personal apoyada en sólidas bases doctrinales, se explica que la devoción a san José tenga un lugar notablemente destacado en la espiritualidad del Opus Dei: en la celebración de su fiesta de marzo y en la tradicional costumbre de los Siete Domingos; en la veneración de sus imágenes; en el recurso constante a «San José, nuestro Padre y Señor» a la hora del trato con Dios en la oración; en la inseparabilidad de los tres nombres --Jesús, María y José--, redescubrimiento, en línea con la más entrañable devoción popular, del puesto protagonista que ocupa en la Historia de la Salvación la Sagrada Familia, la trinidad de la tierra, como gustaba de repetir el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer(54).

A modo de conclusión: Juan Pablo II y la "Redemptor Custos"

Tras la muerte de Pablo VI, vino el fugaz pero luminoso pontificado de Juan Pablo I (26-VIII al 29-IX de 1978); y el 16 de octubre de 1978, el cardenal Karol Wojtila, arzobipo de Cracovia, fue elegido Papa y tomó el nombre de Juan Pablo II. La nueva elección pontificia constituyó un acontecimiento de gran trascendencia: por primera vez en cuatro siglos y medio un no italiano ocupaba la Cátedra de Pedro.
En una Audiencia general del 19 de marzo de 1980, Juan Pablo II, con gran riqueza de ideas tradicionales, comentando algunos pasajes evangélicos de la vida de Infancia, profundiza en la paternidad de san José y en su continuidad en la familia de Dios, que es la Iglesia: «José, al que conocemos por el Evangelio, es hombre de acción. Es hombre de trabajo. El Evangelio no ha conservado ninguna apalabra suya. En cambio, ha descrito sus acciones; acciones sencillas, cotidianas, que tienen a la vez el significado límpido para la realización de la promesa divina en la historia del hombre; obras llenas de profundidad espiritual y de la sencillez madura. Así es la actividad de José, así son sus obras, antes de que le fuese revelado el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, que el Espíritu Santo había obrado en su Esposa (...) El Hijo de Dios, el verbo encarnado, durante los treinta años de la vida terrena permaneció oculto: se ocultó a la sombra de José. Al mismo tiempo María y José permanecieron "escondidos en Cristo", en su misterio y en su misión»
Y más adelante añade: «Eran necesarias almas profundas --como santa Teresa de Jesús-- y los ojos penetrantes de "la contemplación", para que pudiesen ser revelados los espléndidos rasgos de José de Nazaret: aquel de quien el Padre celestial quiso hacer, en la tierra, el hombre de su confianza. Sin embargo, la Iglesia ha sido siempre consciente, y lo es hoy especialmente, de cuán fundamental ha sido la vocación de este hombre: del esposo de María, de Aquél que, ante los hombres, pasaba por el padre de Jesús y que fue, según el espíritu, una "encarnación" perfecta de la paternidad en la familia humana y al mismo tiempo sagrada».
El domingo día 23 de mayo de 1982, Juan Pablo II beatificó a cinco siervos de Dios, y entre ellos a Frère André (1845-1837), canadiense, Hermano de la Congregación de la Santa Cruz, que ha sido un apóstol escogido por Dios en nuestro siglo para la difusión del culto y confianza hacia san José, fundador del Oratoire de Saint Joseph, al que acuden anualmente millones de peregrinos y por el que Montreal se ha convertido en «la capital mundial del culto a san José». Dice el Papa en la homilía de la Beatificación que el hermano Andrés se sintió muy próximo a la vida de san José «trabajador pobre y aislado, tan cercano al Salvador», Santo a quien Canadá, y especialmente la Congregación de la Santa Cruz, ha honrado siempre mucho. El hermano Andrés tuvo que soportar incomprensiones y burlas por el éxito de su apostolado, pero siguió siendo siempre sencillo y jovial, porque «acudió a san José y ante el Santísimo Sacramento, practicaba él largamente y con fervor en nombre de los enfermos, la oración que les enseñaba».
Además, Juan Pablo II, con motivo del centenario de la encíclica de León XIII, Quamquam pluries --que ya comentamos--, publica la Exhortación apostólica Redemptoris Custos, el 15-VIII-1989, para preparar a la Iglesia bajo la protección del santo Patriarca en su entrada en el Tercer Milenio. Es ya el último comentario sobre José de Nazaret del Magisterio pontificio. El Romano Pontífice actual nos resume, por una parte, la reciente historia del magisterio pontificio sobre el patronazgo de san José para la Iglesia universal(55), y, por otra, recuerda así que en tiempos difíciles para la Iglesia, Pío IX, queriendo ponerla bajo la especial protección del santo patriarca José, lo declaró «patrono de la Iglesia Católica»(56). El pontífice sabía que no se trataba de un gesto peregrino, pues, a causa de la excelsa dignidad concedida por Dios a este su siervo fiel, «la Iglesia, después de la virgen santa, su esposa, tuvo siempre en gran honor y colmó de alabanzas al bienaventurado José y a él recurrió sin cesar en las angustias»(57).
En nuestros días, el recién fallecido P. Francisco de Paula(58) escribe una introducción a la lectura de la Exhortación apostólica Redemptoris Custos de Juan Pablo II, en estos términos: «Nuestro Papa actual Juan Pablo II, al verse envuelto en tan graves acontecimientos mundiales, ha vuelto los ojos a san José. La "Redemptoris Custos", que forma una trilogía con la Redemptor Hominis y la Redemptoris Mater es una llamada a san José para que "bendiga a la Iglesia", el Santo personalmente. El Santo Padre, cede el lugar que ocupa de "representante", a san José que es el "verdadero Padre", en el sentido en que el Padre Eterno, de quien procede toda paternidad en el cielo y en la tierra, le concedió la potestad paterna sobre Cristo y su Obra. La exhortación apostólica de Juan Pablo II, se firmó también el 15 de agosto. (...) Que san José proteja a la Iglesia, la bendiga y con ella de modo particular al Papa Juan Pablo II, que tan providencialmente nos ha dado Dios y la Virgen, en estos momentos cruciales en la historia de la humanidad y que se ha puesto al servicio y bajo la protección de toda la Sagrada Familia»(59).
En efecto, hace cien años el papa León XIII exhortaba al mundo católico a orar para obtener la protección de san José, patrono de toda la Iglesia. La carta encíclica Quamquam pluries se refería a aquel «amor paterno» que José «profesaba al niño Jesús»; a él, «próvido custodio de la sagrada familia», recomendaba la «heredad que Jesucristo conquistó con su sangre». Desde entonces la Iglesia --como he recordado al comienzo de esta sección-- implora la protección de san José en virtud de "aquel sagrado vínculo que lo une a la inmaculada Virgen María", y le encomienda todas sus preocupaciones y los peligros que amenazan a la familia humana. Aún hoy tenemos muchos motivos para orar con las mismas palabras de León XIII: "Aleja de nosotros, oh padre amantísimo, este flagelo de errores y vicios... Asístenos propicio desde el cielo en esta lucha contra el poder de las tinieblas...; y como en otro tiempo libraste de la muerte la vida amenazada del niño Jesús, así ahora defiende a la santa Iglesia de Dios de las hostiles insidias y de toda adversidad"(60). Y termina glosando Juan Pablo II: «Aún hoy existen suficientes motivos para encomendar a todos los hombres a san José»(61). Que así sea.



Notas
1. Dos Papas fueron prisioneros de los gobiernos revolucionarios. Napoleón, restaurador de la Iglesia en Francia, asumió también la herencia del Galicanismo. La Restauración pretendió un retorno al Antiguo Régimen. Muchos católicos, impresionados por la experiencia sufrida, propugnaron una «alianza entre el Trono y el Altar».
2. Cfr José Orlandis, Historia Breve del Cristianismo, Rialp, 5ª ed., Madrid 1997, pp. 155-159.
3. La Asamblea exigió a los sacerdotes juramento de fidelidad a la Constitución política, dentro de la cual estaba la mencionada «Constitución civil». El Papa Pío VI prohibió el juramento y excomulgó a los sacerdotes que lo prestaran (12-III-1791). Un cisma se abrió entre los sacerdotes «juramentados» y los «no juramentados», que se convirtieron legalmente en individuos bajo sospecha. La Asamblea Legislativa, que sucedió a la Constituyente, decretó el 27 de mayo de 1792 la deportación de los sacerdotes «no juramentados»; en septiembre, la Convención sustituyó a la Asamblea Legislativa y comenzaron las matanzas de sacerdotes.
4. Los años siguientes registraron alternativas de distensión y renovada persecución religiosa. Esta se recrudeció bajo el Directorio Jacobino (1797-1799), cuando los franceses ocuparon Roma y se proclamó la República Romana. El Papa Pío VI, anciano y enfermo, fue deportado a Siena, Florencia y, finalmente, a Francia.
5. El Concordato tuvo, sin duda, consecuencias favorables para la Iglesia: permitió una restauración de la vida cristiana en Francia, favorecida por la renovación del sentimiento religioso, propia del primer Romanticismo, reacción apasionada contra el seco racionalismo de la Ilustración. El «Genio del Cristianismo» de Chateaubriand (1802), refleja fielmente un tal estado del espíritu. El Concordato hizo también posible la apertura de seminarios sostenidos por el Estado y la consiguiente formación de un nuevo clero; el criterio de Napoleón fue en cambio muy restrictivo con respecto a la Ordenes religiosas. Hay que advertir, por otra parte, que durante la época napoleónica tomó cuerpo en Francia un partido o un grupo de opinión claramente opuesto al Cristianismo y a la Iglesia, integrado por gentes de diversa extracción: propietarios de antiguos bienes eclesiásticos, funcionarios públicos, militares profesionales, intelectuales del Instituto de Francia y obreros del incipiente proletariado urbano. Estos sectores de opinión de signo anticristiano integraron una poderosa fuerza que se enfrentaría con la Iglesia a lo largo de todo el siglo XIX.
6. Por decisión unilateral y sin consultar a la Santa Sede, Napoleón promulgó, junto al texto del Concordato, los «Setenta y siete Artículos orgánicos», que recogían el espíritu --y en ocasiones la letra-- de los viejos «Artículos» galicanos, impuestos por Luis XIV en 1682.
7. Muchos fueron los vejámenes que el Pontífice, en Savona, y después en el castillo de Fontainebleau, tuvo que sufrir en los tres años de destierro. Baste decir que Napoleón era quien gobernaba la Iglesia; que llegó a exigir se le entregase el Anillo del Pescador con que el Papa sellaba sus Breves, y el Papa le rompió antes de entregarle.
8. Muy distinta fue la reacción de sus principales colaboradores, que se mantuvieron fieles a la Iglesia: Lacordaire fue el restaurador de la Orden dominicana en Francia; otros como Montalembert y Falloux, profesaron un liberalismo mitigado y defendieron con ahinco la libertad de enseñanza.
9. Los liberales aplaudieron los reiterados alzamientos de la católica Polonia contra la opresión de la Rusia de los Zares. La Revolución de 1830 dio pie a una alianza entre católicos y liberales belgas, que lograron sustraer a Bélgica del dominio calvinista de la Monarquía holandesa y dotaron al nuevo reino de una Constitución liberal. El pueblo irlandés obtuvo su emancipación de la Corona británica bajo O'Connel. También en la Península itálica, enfebrecida por el «Risorgimento», su camino hacia la unidad nacional pasaba por la desaparición de los Estados Pontificios y la conversión de la Roma papal en la capital del Reino de los Saboya.
10. Todas estas doctrinas sirvieron de base a una ofensiva generalizada contra el Cristianismo en el terreno de la ciencia y en particular de las Ciencias Naturales. Pero también el propio ámbito de las ciencias sagradas se transformó en palestra de lucha anticristiana. La crítica de la historicidad de la Sagrada Escritura o su vaciamiento de contenido sobrenatural llevaron a Straus hasta la negación de la existencia de Cristo y movieron a E. Renan a escribir una célebre «Vida de Jesús», de un Jesús que ya no sería Dios, aunque fuera el más noble de los hijos de los hombres.
11. Es posible que muchos en nuestros días no terminen de comprender el empeño puesto por el Papa en la defensa del poder temporal. Pero la historia se falsea cuando no se acierta a contemplar los hechos desde el punto de vista de sus protagonistas. Pío IX defendió sus derechos hasta el final porque estos derechos eran para él un precioso legado que había recibido de sus antecesores en el Pontificado. Y, con mayor razón aún, porque aquellos Estados, con más de mil años de existencia, se consideraban entonces como condición indispensable para garantizar la independencia de los Papas en el gobierno de la Iglesia universal.
12. A todo esto habría que añadir la pérdida de los cantones suizos en favor de los protestantes en la guerra del «Sonderbund» (1847) y la violencia anticlerical y los ataques del «Kulturkampf» de Bismark contra los católicos alemanes en los últimos años de Pío IX.
13. El documento no encerraba novedades sustanciales, ya que todos los errores habían sido denunciados previamente en anteriores textos del Magisterio. Lo novedoso era ahora la forma y el acento más rotundo que parecían tener aquellas propuestas extraídas de sus anteriores contextos y puestas una tras otra, a manera de impresionante silabario.
14. La última proposición en la que se rechazaba el pretendido deber del Romano Pontífice de reconciliarse con el progreso y la «civilización moderna», hizo rasgarse las vestiduras a los críticos liberales y enardeció el entusiasmo de los católicos tradicionales.
15. Una de estas cartas le había emocionado particularmente, la del Padre Lataste, dominico, fundador de las dominicas de Betania, que había ofrecido su vida para que san José fuese proclamado Patrono de la Iglesia y para que su nombre fuese incluido en el Canon de la Santa Misa.
16. Cuando fue Papa, publicó el 15 de agosto de 1889 la Encíclica Quamquam pluries sobre el verdadero lugar de san José en la Iglesia y sobre las razones que tenemos para invocarle.
17. Por parte de Pío IX, éste es un gesto, una señal intrépida, un verdadero gesto profético. No hay más que pensar en las circunstancias trágicas en que se encontraba, todos sus Estados acababan de serle arrebatados; algunas semanas antes las tropas piamontesas se habían apoderado de Roma. El Papa estaba prisionero en su palacio del Vaticano. Permanecía preso allí voluntariamente con el fin de salvaguardar su libertad y la de la Iglesia. El nuevo rey de Italia le ofreció su policía y sus tropas para protegerle, muchas naciones le invitaron como huésped para que se instalara donde mejor quisiera. Pío IX rechazó todas estas propuestas, con el fin de no depender de ningún gobierno protector, y sobre todo para mantener en Roma el centro de la Iglesia.
18. Entre este clero secular, el Cura de Ars, san Juan Maria Vianney, es un ejemplo de santidad heroica en la persona de un humilde párroco de aldea.
19. Recordemos a los benedictinos de Dom Guéranguer, los dominicos impulsados por Lacordaire y a los jesuitas, restaurados por Pío VII.
20. Entre ellas sobresalieron las «Conferencias de san Vicente», creadas por Federico Ozanam.
21. Los párrafos que reproducimos corresponden a un retiro para huérfanas obreras pronunciado en Turín el 19 de marzo de 1857. Cfr Archivio Storico della Congregazione di S. Giuseppe, Casa generalicia de Roma, vol. XXXIII, p. 1316.
22. Cfr El Mensajero del Sagrado Corazón de Jesús, 1870, pp. 174-180.
23. Santa Teresita del Niño Jesús, Historia de un alma, cap. VI.
24. Cfr F. Canals Vidal, San José, Patriarca del Pueblo de Dios, Balmes, Barcelona 1994, pp. 292 y ss.
25. F.J. Butiñá, Las Glorias de San José, cap. III.
26. J.M. Villaseca, Muy piadosas preces al Señor San José (México 1887; reeditado en 1966), Lección III.
27. J. Torras i Bages, Obras completas, t. II, Balmes, Barcelona 1954, pp. 9-10.
28. Jaime Boffil, vid nº 234, 24-XII-1953.
29. La revolución industrial había dado lugar a la formación de una nueva clase obrera --un «proletariado»--, concentrado en los suburbios fabriles de las grandes urbes. La situación de esta clase obrera, en una época de absoluto predominio del capitalismo liberal, fue en sus orígenes deplorable: jornadas laborales agotadoras, jornales escasos, trabajo infantil, viviendas insalubres fueron algunos de tantos abusos que tuvieron que sufrir los obreros y algunos de los aspectos más oscuros que presentaba a mediados del siglo XIX la llamada «cuestión social». Esto suscitó lógicamente reacciones dirigidas a luchar contra la injusticia. El Anarquismo (M. Bakunin) propugnaba la acción violenta para terminar con el Estado y una ordenación social injusta. Diversos sistemas «socialistas», ideados por doctrinarios como Saint-Simón, Fourier o Proudhon, quedaron pronto eclipsados por el «socialismo científico» de Carlos Marx --el «Marxismo»--. Desde un punto cristiano era rechazada esta doctrina por su materialismo histórico y la dialéctica de la lucha de clases, y porque consideraba a la religión como el «opio del pueblo». El antiteísmo marxista mostró una particular hostilidad hacia la religión católica y fue un poderoso agente de descristianización de las clases trabajadoras.
30. Recientemente se ha anunciado la próxima beatificación en setiembre del año 2000, de dos Papas: Pío IX y Juan XXIII.
31. Benedicto XV, Breve Bonum sane, 25-VII-1920: AAS 12 (1920) 313-317.
32. En fecha muy reciente se ha anunciado también la incoación del proceso de beatificación de su arquitecto, Gaudí.
33. Pío XI concedía gran importancia al apostolado seglar y se esforzó por encuadrarlo dentro de una nueva concepción de la Acción Católica. Como movimiento apostólico multiforme existía ya con anterioridad, había sido impulsado por san Pío X, pero en este tiempo le dio una organización centralizada y jerárquica, con el fin de ser un instrumento privilegiado para la cristianización de una sociedad cada vez más secularizada. La institución de la fiesta de Cristo Rey, en la encíclica Quas primas (1925), fue la expresión de este reinado social de Jesucristo, núcleo fundamental del magisterio de Pío XI. Y a la luz de este proyecto recristianizador han de contemplarse las encíclicas Casti connubi (30-XII-1930) sobre el matrimonio y la familia; y la Quadragesimo Anno (15-V-1931), puesta al día de la doctrina social de la Iglesia a los 40 años de la Rerum novarum de León XIII.
34. La expansión misionera en Asia y Africa hizo grandes progresos, se multiplicaron las conversiones, y se dieron pasos decisivos para la consolidación de las nuevas cristiandades. Importancia en tal sentido tuvo el desarrollo del clero indígena. Una fecha señalada en la historia de las Misiones fue el 28 de octubre de 1926, en la que Pío XI consagró solemnemente, en la basílica de san Pedro de Roma, a seis nuevos Obispos de raza china.
35. Con pocos días de diferencia publica otra encíclica, Mit Brennender Sorge, contra el nacional-Socialismo alemán y su doctrina racista.
36. Terminada la contienda, existían 32 vacantes en un Colegio cardenalicio de 70. En el primer nombramiento de su pontificado creó cuatro cardenales italianos y 28 de otras nacionalidades, poniendo así término a un periodo de predominio absoluto de purpurados italianos en el Sacro Colegio
37. Particular importancia tuvo, desde el punto de vista doctrinal, la encíclica Humani Generis del 12-VIII-1950, que enlazaba con las enseñanzas de san Pío X, ante los rebrotes neomodernistas.
38. El movimiento mariano, que adquiere nuevo impulso con las apariciones de la Rue du Bac (1830) y de Lourdes (1858), aparte de la definición del dogma de la Inmaculada Concepción (1854), tiene su correspondencia en un movimiento de amplificación del culto de san José a partir de 1865. Se pedían tres cosas: el patronato sobre la iglesia universal, el culto de protodulía y la inserción del nombre de José en las oraciones de la misa. Más que ningún otro autor, el jesuita Cipriano Macabiau (+1915) expresa este movimiento con sus significativos volúmenes De cultu s. Joseph amplificando... (1887) yPrimauté de saint Joseph (1897). Las peticiones son acogidas, pero progresivamente o de modo equivalente: en 1870 Pío IX proclama a san José "patrono de la iglesia"; la protodulia no entra en los documentos oficiales, sin embargo los pontífices exaltan la dignidad y el poder del santo y recomiendan su devoción: "José nos conduce directamente a María y, por medio de ella, a Jesús, fuente de toda santidad" (Bendicto XV, Bonum sane, 25-VII-1920, en AAS 12,313-317).
39. También las liturgias orientales se hacen eco de las enseñanzas de los Papas: «¡Oh José! Gloria a quien te ha honrado, gloria al que te ha coronado, gloria al que te ha hecho patrono de nuestras almas» (Rito melquita). «¡Oh José! lleva a David la buena nueva: Aquí está el Padre de Dios. Tú has visto a la Virgen encinta, junto con los pastores has cantado el Gloria,con los Magos te has postrado, con el Ángel has tratado asuntos divinos. Ruega, pues, a Cristo, nuestro Dios, que salve nuestras almas» (Rito bizantino).
40. LG, 50.
41. Entre las expresiones más típicas de este fenómeno pueden señalarse: la disminución de la práctica religiosa en tierras de vieja cristiandad, el menosprecio de la ley divina como norma de moralidad, la crisis de numerosos matrimonios y de la propia institución familiar, víctimas de la plga del divorcio; los atentados contra el derecho a la vida de los seres más indefensos, el desbordamiento de la violencia.
42. No hizo el Concilio ninguna definición dogmática, por lo que sus enseñanzas no tienen la prerrogativa de la infalibilidad; pero constituyen actos del magisterio solemne de la Iglesia y exigen por tanto de los fieles una adhesión interna y externa. Constituciones dogmáticas, Decretos, declaraciones y una Constitución pastoral --la Gaudium et spes-- sobre la Iglesia en el mundo actual.
43. El eclipse de la virtud teologal de la fe y la pérdida del sentido trascendente de la vida del hombre parecen ser las raíces últimas de la crisis, uno de cuyos principales intentos fue la tergiversación de la naturaleza de la Redención y, en consecuencia, de la misión de la Iglesia en el mundo. Este es el objetivo de dos importantes documentos de Pablo VI: «El Credo del Pueblo de Dios» (30-VI-1968) y la encíclica Humanae vitae (25-VII-1968) sobre los problemas del matrimonio y la familia. Cfr supra p. II-22.
44. H. Holstein, Une dévotion en perte de vitesse?, en "Cahiers Marials", Paris, 20 (1975) 5, n. 100, pp. 289-297.
45. En primer lugar san José es la cabeza de la familia de Nazaret, y ya se sabe que la familia es la célula elemental de toda sociedad, nación, Estado o Iglesia. En segundo lugar, al ser su cabeza, trabaja para su sustento y para sostener la familia con el trabajo de sus manos. El Evangelio en varias ocasiones señala que era artesano, carpintero, y que pertenecía, con su familia, a la clase de hombres pobres. El personaje y la figura de san José obrero empapó tanto, en los últimos tiempos, a la misma liturgia, que incluso logró desdibujar el culto de la paternidad de san José dentro de la familia nazaretana, con la consecuencia de su calidad de tutor de Jesús y también de padre de la Iglesia.
46. Este magnífico pensamiento litúrgico, tomado de la antigua fiesta que se celebraba el miércoles de la tercera semana de Pascua de Resurrección (con octava), lleno de profundidad y a la vez de singular sabor litúrgico, ha sido relegado a segundo plano ante el papel social de san José.
47. Es una de las homilías recogidas en su obra Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid 1973.
48. ECP, 44.
49. ECP, 44.
50. Cfr. Isidoro de José y José de Jesús María, San José en e1 Sacrificio de la Misa (Historia de una magna campaña josefina) Centro Español de Investigaciones Josefinas, Padres Carmelitas Descalzos, Valladolid, 1963.
51. En una tertulia en Pozoalbero, 9-XI-1972.
52. Citado por S. Bernal, o.c., epílogo, pág. 319. Cfr FOR, 272.
53. Cfr ECP, 38.
54. Comentando un cuadro que había encargado pintar, decía: "Amad al Señor: Padre, Hijo y Espíritu Santo, a la Trinidad Beatísima, Dios único. Y también a ésta como trinidad de la tierra --no soy el primero que lo dice, pero a mí me da mucha devoción--, a Jesús, María y José". De una tertulia en Roma, 19-III-1973. Pero ya antes, en una meditación predicada en Roma en la fiesta de San José, el año 1971, afirmaba: "Entre los bienes que el Señor ha querido darme está la devoción a la Trinidad Beatísima, la Trinidad del Cielo, Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo, único Dios; y la trinidad de la tierra: Jesús María y José. Comprendo bien la unidad y el cariño de esta Sagrada Familia. Eran tres corazones, pero un solo amor". Cfr FOR, 551.
55. Cfr RC, nn. 28-31.
56. Cfr Sacr. Rituum Congr., decr. Quemadmodum Deus (8-XII-1870): l.c., 283.
57. Ibidem l.c., 282s.
58. P. Francisco de Paula Solá Carrió (1907-1993), profesor de Teología Dogmática y Bibliotecario de la Fundación Balmesiana de Barcelona, es internacionalmente conocido como uno de los más eminentes estudiosos en el campo de la Mariología y de la Josefología.
59. Se reproduce aquí su editorial en la revista Cristiandad (nº 703-705, X-XII 1989).
60. Cfr León XIII, "Oratio ad Sanctum Ioseph", que aparece inmediatamente después del texto de la carta enc. Quamquam pluries (15-VIII-1889): Leonis XIII P.M. Acta IX (1890) 183
61. RC, 31 in fine.

AUTOR: Josemaría Monforte
TOMADO DE: José de Nazaret en el Tercer Milenio cristiano.  Eiunsa, 2000, cap. III
http://www.portalcarmelitano.org/san-jose/81-san-jose-estudios/197-la-devocion-a-san-jose-en-los-dos-ultimos-siglos-.html

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