Una anécdota josefina a comienzos del XIX:
Napoleón y Pío VII
¿Cómo se desarrolla el culto y la devoción a san José en estos doscientos años? La Revolución francesa marca el comienzo de una nueva etapa --Edad Contemporánea, la llaman los historiadores-- en la vida de la Iglesia hasta nuestros días, desde Pío VII a Juan Pablo II.
Durante un cuarto de siglo
comprendido entre los años 1789 y 1815, Francia estuvo en el primer plano de la
vida del mundo. Este periodo, que corre desde la reunión de los Estados
Generales hasta la caída del Imperio napoleónico, fue también trascendental para
los destinos del Cristianismo y la Iglesia. La era revolucionaria, abierta en
1789, conmovió los fundamentos políticos y religiosos de Europa. La Revolución
francesa, en sus momentos álgidos, trató de eliminar toda huella cristiana de la
vida social(1).
Un ejemplo de los favores con que
el Santo Patriarca ha correspondido a los Sumos Pontífices, y en general a los
que han trabajado por su causa, lo podemos ver en un acontecimiento en los
albores del siglo XIX, que causó estremecimiento al orbe católico, en tiempos de
Pío VII (1800-1823)(2). Veamos
brevemente qué ocurrió.
Desde 1970, el proceso
revolucionario se radicalizó, adoptando una aptitud cada vez más agresiva hacia
la Iglesia. El 13 de febrero se decidió la supresión de los votos monásticos, y
el 12 de julio la Asamblea aprobó la «Constitución civil del clero», que
subvertía de raíz la organización eclesiástica. Surgía una iglesia galicana, al
margen de la autoridad pontificia, de estructura epicospalista y presbiteriana,
donde los obispos y los párrocos eran elegidos por el pueblo y los nombramientos
episcopales serían solamente notificados a Roma(3). Abolida la Monarquía, se proclamó la República
y Luis XVI fue ajusticiado el 2 de enero de 1793.
Los años 1793-1794 representaron la
fase más trágica del periodo revolucionario. Bajo el Terror, la persecución
anticatólica alcanza su punto álgido. Muchos miles de víctimas murieron en el
patíbulo y se intentó borrar de la vida francesa toda huella cristiana. Hasta el
calendario fue sustituido por un «calendario republicano». La entronización de
la «Diosa Razón» en la catedral de Nôtre-Dame (10-XI-1973) y la institución por
Robespierre del culto al «Ser Supremo» fueron otros tantos episodios de la obra
descristianizadora, que tuvo una de sus expresiones en el furor iconoclasta, que
dejó una huella --bien visible todavía hoy-- en tantas viejas iglesias y
catedrales de Francia(4). El 29 de agosto de
1799, en la ciudadela de Valence-sur-Rhône, falleció Pío VI a los 81 años de
edad. Algunos revolucionarios proclamaron a lo cuatro vientos que había muerto
el último Papa de la Iglesia. El 9 de noviembre de aquel mismo año, el golpe de
Estado del 18 Brumario elevó a Napoleón Bonaparte a la magistratura del primer
cónsul. Cuatro meses después --el 14 de marzo de 1800-- el Cónclave reunido en
Venecia elegía al Cardenal Chiaramonti como Papa Pío VII.
Dos grandes personalidades
irrumpían así en el escenario de la historia, de la que fueron principales
forjadores durante los tres primeros lustros del siglo XIX. Napoleón, pragmático
y realista, era consciente del arraigo de la fe cristiana en el pueblo francés,
que no había logrado destruir la tormenta revolucionaria. Pío VII, por su parte,
deseaba ardientemente la normalización de la vida de la Iglesia en Francia. Un
nuevo Concordato(5) sería el instrumento adecuado
para regular las relaciones entre el Pontificado y la República francesa, que
pronto se transformaría en Imperio. El Concordato se firmó el 17 de julio de
1801 y una de sus consecuencias fue la creación de un nuevo episcopado, tras la
renuncia de los obispos «constitucionales» y también de los «legitimistas», que
habían emigrado al extranjero(6).
Llegó pronto la hora en que
Napoleón intentó hacer de la Iglesia y del propio Pontificado instrumentos al
servicio de sus intereses políticos, y entonces tropezó con la serena, pero
resuelta, resistencia de Pío VII. El conflicto con el Papa surgió cuando el
Emperador quiso que el Papa se uniera al bloqueo continental contra Inglaterra,
decretado en noviembre de 1806. Ante la negativa del Pontífice, Napoleón
reaccionó con violencia: los Estados Pontificios fueron anexionados y se declaró
a Roma segunda capital del Imperio. Pío VII, reducido a prisión, fue deportado a
Savona (6-VII-1809) y, ante su negativa a sancionar los decretos de un
pseudoconcilio reunido en París (1811), Napoleón ordenó su traslado a Francia,
donde se le asignó como residencia el Palacio de Fontainebleau.
El Pontífice, al verse impedido de
regir con libertad el timón de la nave de la Iglesia(7), que Dios le había encomendado, acudió
al Santo Patriarca pidiendo ayuda y protección, que a la Iglesia
naciente había sacado incólume del furor de otro tirano. Pronto recibió el
socorro que imploraba. La tremenda derrota del ejército napoleónico en Leipzig
fue funesta para el Emperador, y desde entonces los desfavorables sucesos se
precipitaron de manera inesperada. Viendo Napoleón que sus glorias empezaban a
desvanecerse, y conociendo en sus derrotas la mano de Dios, vengador de tantos
ultrajes, decretó fuesen devueltos al Papa los Estados Pontificios.
No faltaron en aquel suceso señales
de la protección del Santo Patriarca. El decreto de la devolución está firmado
el 10 de Marzo, cuando en Roma y en el orbe católico se empezaba la novena a san
José. Este decreto llegó al castillo de Fontainebleau, y se puso en manos del
Pontífice, el 19 del mismo mes, fiesta del glorioso Protector de la Iglesia. En
1814, Pío VII recuperó la libertad y el 7 de junio de 1815 retornaba
definitivamente a Roma, mientras su adversario, vencido y desterrado por los
ingleses en Waterloo, desembarcaba prisionero en la isla de Elba, después de
haber firmado la abdicación definitiva, por la que renunciaba al poder, para sí
y para sus herederos.
El Liberalismo en la vida de la Iglesia del siglo XIX
La Restauración se frustró y el siglo XIX fue el siglo del Liberalismo, ideología de la Revolución burguesa. Tenía una doctrina política y económica; pero se fundaba además en una ideología, que enlazaba con el pensamiento ilustrado del siglo XVIII. Los hombres no sólo serían libres e iguales, sino también autónomos; es decir, desvinculados de la ley divina, que no era reconocida socialmente como norma suprema. Se enfrenta así el poder que procede de Dios al poder que deriva del pueblo. La doctrina liberal no distingue entre la religión verdadera y las demás religiones; la religión es para la doctrina liberal un asunto que incumbe sólo a la intimidad de las conciencias, y también la Iglesia, separada del Estado, quedaría al margen de la vida pública y sujeta al derecho común, como cualquier otra asociación. Todo este planteamiento conducía a la secularización social, al naturalismo religioso, y en última instancia al ateísmo o a la indiferencia de los ciudadanos ante la religión.
El Papa León XII (1823-1829),
sucede a Pío VII y después viene el breve pontificado de Pío VIII (1829-1830).
Precisamente hacia el año 1830 tomó cuerpo un grupo de «católicos liberales»,
formado en Francia en torno a la revista «L'Avenir», bajo la dirección de F.
Lamennais. Frente a la postura tradicionalista --que postulaba el respeto a los
derechos de Dios y de la Iglesia en la vida social-- ampliamente mayoritaria en
el pueblo cristiano, estos católicos defendían una conciliación --no tanto
teórica como práctica-- de la Iglesia con el Liberalismo. «Dios y libertad» fue
su lema, en la línea de la defensa de la libertad para todos y en todas sus
formas. Les parecía que esta actitud era la mejor en la sociedad moderna para
asegurar el respeto a la autoridad de Dios y a los derechos de la Iglesia.
Inicialmente fueron fieles al papado, pero la respuesta de Roma fue contraria a
sus aspiraciones. La encíclica Mirari vos (15-VIII-1832) de Gregorio
XVI (1831-1846) --el papa que sucede a Pío VIII-- condenó el programa del grupo
de «L'Avenir» y su dirigente Lamennais abandonó el sacerdocio y la Iglesia(8).
Cristianismo católico y Liberalismo
se encontraron también en otro terreno. La explosión de sentimientos nacionales,
favorecida por la política liberal, promovió en distintos países de Europa la
emancipación de poblaciones católicas, sometidas al dominio de príncipes de
otras confesiones religiosas(9). Además,
actitudes intelectuales de signo antirreligioso, atacan la concepción que la
Iglesia tiene del hombre y del mundo. El positivismo de A. Comte que conducirá
al cientifismo --verdadera religión sin transcendencia-- y el
idealismo del gran filósofo alemán Hegel, estarán en la base del
materialismo de Feuerbach, tan próximo ya al Marxismo(10).
La época de Pío IX: san José, Patrono de la Iglesia universal
El Pontífice que sucede a Gregorio XVI es Pío IX (1846-1878) quien declarará oficialmente a san José, como luego veremos, Patrono y Protector de la Iglesia universal. Escribe en el Breve Inclytum Patriarcham, de 7 de julio de 1871: «Los Romanos Pontífices, nuestros predecesores, para acrecentar y hacer que fuesen cada día más ardientes la devoción y veneración de los fieles en favor del Santo Patriarca; y para exhortarlos a implorar su intercesión cerca de Dios, con una confianza sin límites, no dejaron pasar ocasión alguna favorable de dar nueva y mayor publicidad a este culto».
Traza después el cuadro histórico
de lo que han hecho sus antecesores en orden a favorecer la devoción a san José,
y concluye: «Y Nos mismo, desde que, por juicio impenetrable de Dios, fuimos
elevados a la Suprema Sede de Pedro, movidos, ya por los ejemplos de nuestros
ilustres predecesores, ya por la devoción particular al Santo Patriarca, que
desde nuestra niñez nos ha animado, con placer de nuestra alma, por decreto de
10 de Setiembre de 1847, hemos extendido a la Iglesia universal, con rito doble
de segunda clase, la fiesta del Patrocinio, que ya se celebraba en muchas
partes, por indulto particular de la Santa Sede»
Su largo pontificado cubre toda una
época. Fue una persona de talante liberal, cordial, generosa, magnánima; un Papa
singularmente amado y venerado por los católicos; sus propios infortunios
reforzaron esa cordial adhesión. La pérdida del Poder temporal marcó un periodo
de la historia cristiana de indudable renovación espiritual en lo tocante a la
vida interna de la Iglesia. Recordemos la definición del Dogma de la
Inmaculada Concepción del 8 de marzo de 1854 --seguida a los
cuatro años por las "apariciones de Lourdes"-- y el Concilio
Vaticano I (1869-1870), como dos grandes frutos que nos dan la
medida de su valioso Pontificado: el más largo de la historia del papado, nada
menos que 32 años: el más largo de la historia de los Papas.
El Liberalismo apareció ante sus
ojos como un movimiento al que tenía que oponerse, porque perseguía un ideal no
cristiano, y en Italia trataba de arrebatar a la Santa Sede los Estados
Pontificios(11). Veinte años --desde 1850 a
1870-- duró la defensa del Poder temporal de los Papas. Y en 1870 con el
estallido de la guerra franco-prusiana provocó la retirada de Roma de la
guarnición francesa y, tras ella, la toma de la ciudad por los soldados de
Victor Manuel II, que hicieron de la Urbe católica la capital de la nueva
Italia. Entretanto, el Papa se recluía como voluntario prisionero en el
Vaticano, rechazando la «Ley de Garantías» que se le ofreció, y se abría una
«cuestión romana», que tardó aún sesenta años en resolverse(12).
La postura de la Iglesia frente a
los principios «liberalistas» fue fijada por Pío IX en la encíclica Quanta
cura, del 8 de diciembre de 1864. Esta encíclica llevaba como anexo el
Syllabus, relación de 80 proposiciones en las que se resumían los
errores modernos(13); anatematizaba la absoluta
autonomía de la razón, el naturalismo religioso, el indiferentismo, el
materialismo, los ataques contra el matrimonio y la defensa del divorcio, etc(14).
El Concilio Vaticano I se abrió el
8 de diciembre de 1869. Iba a examinar los graves problemas que planteaban a la
Iglesia las inquietudes doctrinales, políticas y sociales que agitaban el mundo.
La cuestión de la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, depositaria de la verdad,
estaba en el centro de las preocupaciones. La atención de los Padres conciliares
se centró, en primer lugar, sobre la cuestión de la infalibilidad, que
suscitó vivas discusiones y controversias en los periódicos e hizo que pasasen a
segundo plano los otros temas de discusión. Pese a su brevedad, impuesta por las
circunstancias políticas del momento --tuvo que interrumpir sus sesiones a causa
de la guerra franco-alemana, en julio de 1870, y de la toma de Roma dos meses
más tarde.--, aprobó dos resoluciones de gran importancia: el dogma de la
infalibilidad pontificia --Pastor aeternus-- y la constitución Dei
Filius, donde se abordó el gran tema religioso del siglo XIX: el problema
de las relaciones entre la fe y la razón.
Un año antes del Concilio Vaticano
I, el Papa Pío IX confesaba que ya había recibido personalmente
más de quinientas cartas de los Obispos del mundo entero, y de los fieles de
todos los países(15) pidiendo que se reconociese
oficialmente a san José como Patrono de la Iglesia. También durante el periodo
conciliar se pedía lo mismo. Entre los que firmaban el Postulatum, se
señalan treinta y ocho cardenales y doscientos dieciocho patriarcas, primados,
arzobispos y obispos de todas las partes del mundo. La última de estas firmas de
Cardenales es la de Joaquín Pecci, el futuro León XIII(16). La forzosa dispersión de los padres del
Concilio no permitió que tomasen una decisión acerca de ello, pero el Papa Pío
IX no quiso dejar esta petición en suspenso. Así es que el 8 de
diciembre de 1870, aniversario de la apertura del Concilio, publicó el decreto
«Quemadmodum Deus», en el que proclama a san José Patrono de la Iglesia
Universal. Recordemos también que el mismo día en que el Papa hace esta
proclamación, los fieles de Roma que habían asistido a los Oficios, fueron
insultados y maltratados a la salida de la iglesia. Por la noche bajo las
ventanas del Vaticano, hubo unos indeseables que gritaron ¡muera el Papa! No
pocas personas creyeron, e incluso anunciaron, que con la caída de los Estados
Pontificios se había acabado la Iglesia.
Para subrayar la importancia de
este acontecimiento, Pío IX quiso que la proclamación se hiciera simultáneamente
en las tres grandes Basílicas patriarcales: San Pedro, Santa María la Mayor y
San Juan de Letrán. Escogió expresamente la fiesta de la Inmaculada Concepción y
quiso que el anuncio se hiciera en el transcurso de la celebración de la Santa
Misa. Subrayaba así los lazos que existen, por voluntad de Dios, entre san
José y la Virgen María, entre la Iglesia del cielo y la de la tierra, entre la
Eucaristía y la santificación de los miembros de Cristo.
En su Decreto, el Papa enumera los
motivos que lo han llevado a tomar esta decisión. En primer lugar, la misma
elección de Dios, que hizo de José su hombre de confianza, entre cuyas manos
puso lo que Él tenía de más precioso; después, porque es un hecho que la Iglesia
siempre ha honrado a san José con la Virgen María y que, en circunstancias
inquietantes, siempre la Iglesia ha recurrido con éxito a su protección. Una vez
más --como había sucedido en tiempos del Cisma de Occidente y más recientemente
con Pío VII-- ante los innumerables males que agobian actualmente a la Iglesia,
el Papa se pone personalmente, y pone a todos los fieles con él, bajo la
protección de san José(17).
En un Breve fechado el 7 de julio
de 1871, Inclytum Patriarcham, da a conocer al mundo entero su
decisión; recuerda lo que sus predecesores, y él mismo, han hecho para promover
la devoción de los fieles a san José; hace ver que las persecuciones sufridas
por la Iglesia en los últimos tiempos provocaron un acrecentamiento de confianza
en la protección de san José. El comienzo de este Breve Inclytum
Patriarcham es de gran importancia:
«El ilustre Patriarca, el
bienaventurado José, fue escogido por Dios prefiriéndolo a cualquier otro Santo
para que fuera en la tierra el castísimo y verdadero esposo de la Inmaculada
Virgen María, y el padre putativo de Su Hijo único. Con el fin de permitir a
José que cumpliera a la perfección un encargo tan sublime, Dios lo colmó de
favores absolutamente singulares, y los multiplicó abundantemente. Por eso, es
justo que la Iglesia Católica, ahora que José está coronado de gloria y de honor
en el cielo, lo rodee de magníficas manifestaciones de culto, y que lo venere
con una íntima y afectuosa devoción».
El Papa pide «que el pueblo
cristiano se acostumbre a implorar, con gran piedad y profunda confianza, a san
José al mismo tiempo que a la Virgen María». Esta práctica es de las más
agradables a Nuestra Señora, que disfruta con ello. La devoción a san José está
ya ampliamente extendida, pero el Papa cree que es deber suyo estimular a los
cristianos para que esta devoción «se enraíce profundamente en los usos de la
tradición católica, pues esto es de una extrema importancia». Al declarar a san
José Patrono de la Iglesia universal, Pío IX no hizo más que
expresar el sentimiento del pueblo cristiano y, al mismo tiempo, continuar la
enseñanza de sus predecesores. Sus sucesores hicieron otro tanto.
La devoción a san José en el siglo XIX
El pontificado de Pío IX, más allá de los acontecimientos ya descritos, fue una época de claro florecimiento de la vida interna de la Iglesia. Por una parte, el aumento de las vocaciones sacerdotales y la renovada observancia disciplinar, manifestada visiblemente en la vuelta al uso del hábito eclesiástico(18); y, por otra, el crecimiento y propagación considerable de las antiguas Ordenes religiosas(19); e incluso el nacimiento de nuevas Congregaciones religiosas, algunas de ellas tan importantes como los salesianos de Dom Bosco. También entre los simples fieles surgieron igualmente nuevas iniciativas apostólicas y benéficas(20).
Pues bien, fue en este contexto del
siglo XIX espiritualmente muy fecundo, cuando se extiende la devoción y culto a
san José, tanto en personas, como en instituciones por toda la Iglesia. Al mismo
tiempo, se va dibujando un movimiento, como hemos visto, de peticiones para
obtener que el Papa reconozca oficialmente el patronazgo de san José, no sólo
sobre las Iglesias particulares, las comunidades locales, o incluso regiones
enteras, sino sobre la Iglesia universal y sobre el mundo entero. Nadie más
adecuado para cumplir con esta misión unificadora que san José.
Así, por ejemplo, san
Leonardo Murialdo (1828-1900), natural de Turín, sacerdote en 1851.
Consagrado al apostolado entre las clases trabajadoras, se encarga de la
dirección del colegio de huérfanas obreras en 1856. Funda la Congregación de
san José, conocida como «los Josefinos de Murialdo» en 1863. Beatificado y
canonizado por el Papa Pablo VI. «Resplandece entre los Santos con la luz
más viva aquel gran santo que conmemoramos hoy, el gloriosísimo Esposo de la
divina Madre, san José. La gloria a la que en el curso de la vida mortal fue
levantado por Dios es tan sublime, y los ejemplos que dejó de la más perfecta
virtud y santidad son tan luminosos, que el que tiene que elogiarlos no acierta
a pensar qué consideración pueda ser la más provechosa para sus oyentes, aquella
que te arrebata en un santo entusiasmo de admiración, o la que te invita y
empuja a la imitación de sus virtudes, o la que te infunde en el alma una santa
confianza de que un santo tan glorificado por Dios en la tierra, será también de
Dios plenamente oído en el cielo»(21).
En la misma hora en la que los
embates antirreligiosos azotaban los muros de la Iglesia, un impulso espiritual
notable suscitó en el seno del Anglicanismo una noble aventura religiosa --el
«Movimiento de Oxford»--, que condujo a los mejores espíritus, ansiosos de
autenticidad cristiana, a sus genuinos orígenes, es decir, a las puertas de la
Iglesia. Algunos de estos hombres no avanzaron más; pero otros dieron el paso
decisivo y franquearon el umbral del Catolicismo: H. Newman fue recibido en la
Iglesia en 1845, y tanto él como su compatriota Manning llegaron a ser
Cardenales. Uno de estos conversos fue Federico Guillermo Faber
(1814-1843), literato y teólogo, convertido del anglicanismo a la Iglesia
Católica, bajo la influencia del que fue después Cardenal Newman, fundó una
comunidad religiosa integrada en el Oratorio de san Felipe Neri, y fue Superior
en Londres desde 1849 hasta su muerte. Su obra Belén o el misterio de la
Santa Infancia (Londres 1860). «El niño de Belén reposa en el seno de
su Padre en lo más alto de los cielos: allí es la causa de toda la creación, a
la par que el modelo. No podemos separar su infancia terrestre de sus principios
celestiales, porque sin ellos sería ininteligible». Contiene unos párrafos
sugestivos y profundos que presentan a José como doctor de la Santa Infancia,
adorador de Jesús niño e implantado en la vida trinitaria.
No podemos dejar de citar al
jesuita Enrique Ramière (1821-1884), segundo fundador del
Apostolado de la Oración y apóstol ferviente del Corazón de Jesús, que
fundó y dirigió durante muchos años Le Messager du Coeur de Jésus. En
esta revista se aprecian, entre otros rasgos el ambiente de amor a la Iglesia y
ferviente devoción a san José, que precedió al acto de Pío IX por el que lo
proclamó Patrono de la Iglesia. Su célebre libro El Apostolado de la
Oración muestra en la figura y tarea de san José, cuál es la esencia del
apostolado más eficaz. «San José es el "Jefe" de la Sagrada Familia: el Papa
es el "Jefe" de la Iglesia. Pues Jesús y María están "subordinados" a José; la
Iglesia aparece ya toda entera: la Iglesia es un gran cuerpo del que Jesús es la
cabeza y los fieles los miembros; y todos los miembros del cuerpo místico de
Jesús deben nacer y nacen espiritualmente de María: "Mater capitis, mater
membrorum". Un mismo título, "Jefe de la Iglesia", es pues apropiado a san José
y al Papa, aunque en sentidos diferentes. San José fue, en el verdadero sentido,
jefe de Jesús; el Papa no lo es en absoluto: el Papa no es más que el Jefe
visible de los miembros místicos de Jesucristo. San José no estaba investido de
ninguna autoridad espiritual respecto a Jesús y María. No es como formando el
cuerpo de la Iglesia que Jesús y María estaban subordinados a José, sino más
bien como miembro de su familia de Nazaret. El Papa ejerce, por el contrario,
una autoridad espiritual respecto a los miembros del cuerpo místico de Cristo.
La Virgen misma ha reverenciado en la persona del primer Papa, san Pedro, esta
autoridad de Jefe espiritual que Ella no pudo reverenciar en san José»(22).
La gran mensajera de la infancia
espiritual y del amor misericordioso, santa Teresita del Niño
Jesús (1873-1897), con su experiencia interior de riquísimo contenido
contemplativo, profesa una tierna devoción a san José a través de la sencilla
poesía expresiva de la tradición carmelitana heredada de Santa Teresa de Jesús.
«Pedí también a san José que fuera mi custodio. Mi devoción hacia él, desde
la infancia, era una misma cosa con mi amor a la Santísima Virgen. Todos los
días rezaba la oración: "¡Oh san José, Padre y Protector de las Vírgenes...".
Parecíame ir muy protegida y a cubierto de todo peligro»(23).
El siglo XIX se caracteriza en
Cataluña por una excepcional fecundidad apostólica y espiritual, que se
manifiesta en numerosas fundaciones de institutos y congregaciones religiosas.
Es la época de la que se ha dicho que nunca en Cataluña había habido tantos
santos como entonces(24). En respuesta a un
escrito del cisterciense Félix Genover, en que se discutía la primacía de José
en santidad, los Padres Carmelitas Descalzos del convento
barcelonés de san José vindican ya en 1743 la eminencia de su oficio y de su
santidad. Un opúsculo polémico, Joseph vindicado, escrito en pocas
semanas, constituye un excelente resumen y balance de la tarea doctrinal que
caracteriza el siglo anterior a su publicación, a la vez que un testimonio de la
expansión y arraigo popular de la corriente espiritual surgida de santa Teresa
de Jesús.
La devoción a san José es
característica de muchos de los hombres de aquella generación. Entre ellos
Francisco Javier Butiñá (1834-1900), Fundador de las Siervas de
san José y de las Hijas de san José, destacado por su doctrina, expresada
especialmente en Las Glorias de San José, Barcelona 1893. «A san
Rafael, siendo uno de los primeros príncipes de la corte celestial, designó el
Omnipotente para compañero y guía del santo y joven Tobías en su viaje a la
ciudad de Rajés: mas a san José le subió al altísimo cargo y ministerio de
acompañar y defender al Hijo de Dios en sus caminos. San Gabriel tuvo a honra
ser el mensajero de Dios para anunciar a María el incomprensible misterio de la
divina maternidad; mayor fue la de san José levantado a la dignidad incomparable
de ser virginal Consorte y compañero inseparable de la misma divina Madre.
Cífrase la más brillante gloria de san Miguel en ocupar el trono supremo de la
milicia celestial, como príncipe de los coros angélicos; mas le aventaja, y con
mucho, san José, pues fue príncipe y cabeza de la familia de Dios en la tierra,
compuesta no de purísimos espíritus, sino de la misma Reina de todos ellos y del
Supremo Gobernador del universo visible e invisible»(25).
También José María
Vilaseca, M.S.J. (1831-1910), fundador de los Institutos de
Misioneros Josefinos en México, nació en Igualada, en Cataluña, y estudió
en el seminario de Barcelona. Siguiendo su vocación misionera ingresó en la
congregación de PP. Paúles. Destinado ya en México desplegó una intensa
actividad apostólica que fructificó en la fundación de dos institutos josefinos,
y la revista El Propagador de la Devoción a san José, en 1872, que
subsiste todavía en la actualidad. La fecundidad de su apostolado se extendió a
todo el mundo hispanoamericano, por lo que ha de ser considerado como uno de los
más grandes apóstoles de la devoción a san José. «El poder de san José
sobrepuja con mucho el poder de todos los ángeles y de todos los santos juntos,
porque él es, a la vez, poderoso en el corazón de Dios y en el corazón de
María»(26).
San Enrique de Ossó y
Cervelló (1840-1896), nacido en Vinebre, en la Diócesis de Tortosa,
destaca entre los sacerdotes catalanes del siglo pasado por su espíritu
teresiano y su ferviente devoción josefina. Ha sido canonizado recientemente por
Juan Pablo II. Fundó en 1876 la Compañía de santa Teresa de Jesús
(Teresianas). Creador de la Hermandad josefina en Tortosa, el mismo año
de 1876, redactó un devocionario josefino completo que con el título El
devoto josefino publicó en 1890. Enumera siete privilegios de san José: 1º)
Tener a Jesús por Hijo de Dios; 2º) Ser su esposa María, madre de Dios; 3º) Ser
obedecido por Jesús y María; 4º) Haber gozado de los abrazos y caricias del Rey
de la Gloria; 5º) Ser el primer adorador del Hijo de Dios nacido en Belén; 6º)
Morir en brazos de Jesús y María; y 7º) Resucitar con Cristo en cuerpo y alma a
la Gloria.
En la espiritualidad y en la acción
pastoral del que fue gran Obispo Dr. Joseph Torras i Bages
(1846-1916) ocupa un lugar importante la devoción a san José. Tiene algunos
textos de su predicación como presbítero, que contienen ya expresión de
pensamientos capitales, de decisivo valor teológico. «La vida oculta es muy
alabada, pero muy poco seguida. José es el modelo de la vida oculta»(27). Desde luego, el gran sacerdote poeta
Miquel Costa i Llobera (1854-1922), principal figura del
renacimiento literario de Mallorca. Se dedicó intensamente a la predicación y
recorrió los púlpitos de la isla durante muchos años. El panegírico de san José,
en el que el lector descubrirá la presencia de una gran riqueza de fuentes, y la
poesía a modo de «gozos» populares, escrita por su propio autor en castellano,
son un testimonio excelso de la tradición josefina en su tierra de Mallorca. Y
finalmente, publicadas como editorial en la revista barcelonesa
Cristiandad, Jaime Boffil (1910-1965), que fue
prestigioso catedrático de Metafísica de la Universidad de Barcelona, contienen
una expresión «contemplativa» del sentido de la fe sobre el Patriarca san José.
«La fe cristiana se nutre de la contemplación. De una contemplación
sencilla, que se detiene donde sea que encuentre ternura, gozo, suavidad
espiritual. Por esto las escenas del nacimiento de Jesús han nutrido
secularmente esta contemplación. Y ¿cómo contemplar el nacimiento sin detenerse
en la conversación y compañía de José»(28).
Las magníficas predicciones de
Isolano se han realizado cumplidamente en la Edad Moderna y Contemporánea. La
devoción a san José viene a ser una benéfica inundación, que se extiende por
toda la Iglesia, para producir en todas partes abundantísima cosecha de flores y
frutos de virtudes.
León XIII y La primera encíclica pontificia sobre san José
El siglo XIX presenció también una notable transformación de las realidades sociales. El auge del Capitalismo, la revolución industrial y la creación de los proletariados urbanos provocaron la aparición de un «problema social», desconocido hasta entonces. Ideologías de signo anticristiano, como el Marxismo y el Anarquismo(29), propugnaron nuevos modelos de sociedad e influyeron poderosamente en los movimientos obreros. El Papa León XIII (1878-1903) propuso un programa cristiano para el nuevo mundo del trabajo.
Ya el Concilio Vaticano I había
reunido abundante documentación acerca de la cuestión social, con la intención
de ocuparse del tema. Pero el brusco final de la Asamblea conciliar no llegó a
tratarlo y fue León XIII quien lo hizo en su encíclica Rerum novarum,
el 15 de mayo de 1891. Rechazaba por principio la dialéctica de la lucha de
clases y pedía a patronos y obreros una armónica colaboración para el desarrollo
de la nueva sociedad. Este pontificado fue el punto de partida del Catolicismo
social, dentro del cual se perfilaron pronto una tendencia corporativista y
otra, más politizada, de orientación democrático-progresista.
León XIII escribió la
primera y magistral Encíclica dedicada a san José, Quamquam
pluries, y después publicó el Breve Neminem fugit, por medio del
cual pedía a los hogares cristianos que se consagraran a la Sagrada Familia de
Nazaret, «ejemplo perfectísimo de la Sociedad doméstica, al mismo tiempo que
modelo de toda virtud y de toda santidad».
En ella enseña el papel de san José
en la Iglesia: «La Sagrada Familia, que san José gobernó como investido de
autoridad paterna, contenía en germen a la Iglesia. La Santísima Virgen María,
al mismo tiempo que Madre de Jesucristo, es también Madre de todos los
cristianos... Asimismo, Jesucristo es como el primogénito de los cristianos, que
son sus hermanos de adopción y de redención. Estas son las razones por las que
san José mismo se da cuenta de que la multitud de los cristianos le ha sido
confiada de una manera muy particular. Esta multitud es la Iglesia, familia
inmensa extendida por toda la tierra. Él tiene sobre ella la autoridad paterna,
puesto que es el esposo de María y el padre de Jesús. Es lógico que José cubra
ahora a la Iglesia con su celestial patronazgo, como en otros tiempos atendía a
las necesidades de la Sagrada Familia». Y para subrayar todavía más su
deseo de ver a los fieles unir a José y a María en sus oraciones, pide que se
termine el rezo del Santo Rosario con la invocación a san José: «Recurrimos a
Vos en nuestra tribulación, bienaventurado José...».
Los 25 años que duró el Pontificado
de León XIII, nos introducen ya en el siglo XX. Su magisterio desarrollado a
través de sus grandes encíclicas fue de gran importancia, y un particular valor
tuvo para la renovación del pensamiento cristiano la solemne restauración de la
filosofía tomista. El anciano Papa acabó ganándose el respeto del mundo entero,
pese a que en algún lugar, como Francia, sus esfuerzos conciliadores no tuvieron
una respuesta satisfactoria.
La veneración pontificia por san José en el siglo XX
La presencia activa de los católicos en la vida político-social, tal como impulsó León XIII, tenía también sus riesgos y en el interior de la Iglesia se incubaba, además, una crisis doctrinal, que no tardaría en declararse abiertamente. Los primeros años del siglo XX, hasta el comienzo de la Primera Guerra Mundial, se recordarán siempre como un periodo brillante y feliz de la historia europea, que vino a truncar el estallido de la más inútil y absurda de la contiendas bélicas. En la vida cristiana, sin embargo, no fue una época fácil y sin problemas. Pero la gran crisis doctrinal que agitó a la Iglesia, fue la llamada crisis modernista, ya en el pontificado del último de los papas que ha merecido el honor de los altares: san Pío X (1903-1914)(30).
Bajo el influjo de causas muy
diversas --como las filosofías irreligiosas, el cientifismo decimonónico y el
Protestantismo liberal-- tomó cuerpo en la Iglesia el fenómeno modernista. El
Modernismo, que en el ánimo de algunos habría de reconciliar Catolicismo y
mentalidad moderna y superar así la pretendida quiebra entre la fe y la ciencia,
venía en la práctica a vaciar de contenido sobrenatural la fe católica. San Pío
X fue un Papa valiente que atendió por encima de todo a los «intereses de Dios»
y promovió con ardor la piedad cristiana. Pío X tenía una gran devoción
por san José, cuyo nombre le impusieron en el Bautismo. Él fue quien
aprobó las letanías en honor de este Santo y autorizó su inserción en los
libros litúrgicos. En esto, como dice él mismo, está de plena conformidad
con sus predecesores: Pío IX y León XIII. José es una ayuda poderosa y muy útil
para la familia y para la sociedad (1909).
La Primera Guerra Mundial estalló
el 28 de julio de 1914. A las tres semanas fallecía san Pío X (el 20 de agosto).
El nuevo Papa Benedicto XV (1914-1922) apenas pudo hacer otra
cosa durante aquellos años que esforzarse inútilmente en intentar la paz entre
los bandos beligerantes. El final llegó en noviembre de 1918, gracias a la
victoria de los Aliados sobre los Imperios centrales. La Santa Sede fue
rigurosamente excluida de la mesa donde se negoció el Tratado de Versalles. Pero
este tratado no trajo la paz, sino veinte años de «entreguerras», una simple
tregua entre dos conflictos mundiales. Benedicto XV, en 1917 promulgó el primer
Código de Derecho Canónico, --que inició su predecesor Pío X-- y publicó en
1920, un poco después de la Primera Guerra Mundial, una Encíclica sobre la paz;
más tarde, publicó un Motu proprio invitando a todos los obispos del
mundo a celebrar el cincuentenario del patronazgo de san
José animando a los fieles para que renovasen su devoción al Santo
y a la Sagrada Familia. «El desenvolvimiento de la devoción de los fieles
hacia san José, traerá consigo como una consecuencia necesaria, el culto hacia
la Sagrada Familia de Nazaret, de la que fue san José el augusto jefe;
naturalmente, una de estas devociones hace brotar la otra. José nos conduce
directamente a María y por medio de María a la fuente de toda santidad, Jesús,
que santificó las virtudes familiares por su obediencia a José y a
María...»(31).
En efecto, un ejemplo de estas
orientaciones del Papa se ve en el documento colectivo de los Obispos de todas
las diócesis catalanas. En particular, el Obispo de Barcelona, Enrique Reig
y Casanova, publicaba una Carta Pastoral, que tiene un gran valor
doctrinal, el carácter de un testimonio de la ferviente tradición josefina de
Cataluña y en especial de Barcelona, y un gran interés histórico, por aludir al
origen josefino del Templo de la Sagrada Familia(32), y referirse al movimiento espiritual
suscitado por la Madre Petra de san José, fundadora del Santuario de San
José de la Montaña. Recurrir a san José es un remedio para «la situación
difícil en que se encuentra hoy el género humano». Sus ejemplos y su protección
sostendrán en su deber, y preservarán de las falsas doctrinas a quienes ganan su
vida con su trabajo, en todas partes del mundo. El 26 de octubre de
1921, Benedicto XV extendió a toda la Iglesia la fiesta de la Sagrada
Familia.
El periodo de «entreguerras»
coincidió prácticamente con el Pontificado de Pío XI
(1922-1939); y fue la edad de oro de la Acción Católica(33) y de claro florecimiento del Cristianismo y la
Iglesia(34). El prestigio de la Santa Sede en el
mundo creció de modo extraordinario y su personalidad internacional se vio
robustecida por la firma de numerosos Concordatos, varios de ellos con los
nuevos países nacidos de la última guerra. Pero el acontecimiento de más
envergadura fue la firma de los «Pactos Lateranenses» que pusieron fin a la
«cuestión romana». Así el 11 de febrero de 1929 aparece el Estado de
la Ciudad del Vaticano, mínimo solar territorial indispensable
para garantizar la independencia de la Santa Sede.
Como contrapunto negativo tuvieron
lugar sangrientas persecuciones sobre la Iglesia en distintos países. En Rusia,
la implantación del Comunismo produjo un sinfín de violencias antirreligiosas,
que afectaron sobre todo a los cristianos ortodoxos. Pero la persecución llegó
también a países de población católica con una dureza nunca alcanzadas por el
anticlericalismo del siglo pasado. La persecución en México, y sobre todo la
desencadenada en España durante la guerra civil de 1936 a 1939.
Pío XI pronunció
sobre san José palabras de excepcional importancia. Este hombre audaz y valiente
no puede ser acusado de ignorancia o de piedad sentimental. El 21 de abril de
1926, con ocasión de la beatificación de Jeanne-Anthide Thouret y de
Andre-Hubert Fournet, concreta cuáles son los fundamentos del patronazgo de san
José, cuya fiesta caía en ese día:
«Este es un Santo que entra en
la vida y se desgasta entero cumpliendo una misión única de parte de Dios, la
misión de conservar la pureza de María, de proteger a nuestro Señor, y de
esconder, por medio de su admirable cooperación, el secreto de la Redención. La
santidad incomparable de san José tiene sus raíces en la grandeza de esta
misión, ya que no fue confiada a ningún otro santo... Es evidente que, en virtud
de tan alta misión, José poseía ya el título de gloria que le corresponde, el de
Patrono de la Iglesia universal. Toda la Iglesia se encontraba ya presente junto
a él, en estado de germen fecundo».
Dos años más tarde, el 19 de marzo
de 1928 en la fiesta de san José, vuelve sobre el mismo tema y muestra cómo la
misión de san José es más importante que las de san Juan el Bautista y la de san
Pedro. Entre la misión de Juan el Bautista y la de san Pedro está la de san
José. «Misión recogida, silenciosa, casi inadvertida y desconocida, misión
llevada a cabo con humildad y silencio... Allá en donde más profundo es el
misterio, en donde más espesa la noche que lo envuelve y mayor el silencio, es
precisamente donde encontramos la misión más alta y el más brillante cortejo de
virtudes requeridas y de méritos que de ellas derivan. Misión única, altísima,
la de conservar la virginidad y la santidad de María, la de tomar parte en el
gran misterio escondido a los ojos de los siglos y cooperar así en la
Encarnación y en la Redención».
Esta misión única de José en la
tierra se traduce en el cielo por un gran poder de intercesión. Pío XI declara
el 19 de marzo de 1935: «José es quien lo puede todo cerca del divino
Redentor y cerca de su divina Madre, de una manera y con una autoridad que
superan las de un simple depositario». Y tres años más tarde en la misma
fecha: «La intercesión de María es la de la madre, no vemos qué es lo que su
divino Hijo podría negarle a tal madre. La intercesión de José es la del esposo,
la del padre putativo, la del jefe de familia, no puede dejar de ser
todopoderosa, pues nada pueden negarle Jesús y María a José que les consagró
toda su vida y a quien realmente debieron los medios de su existencia
terrestre».
Ante la tangible amenaza de los
totalitarismos ateos o paganos y para hacer realidad su divisa: «La paz de
Cristo en el reino de Cristo», Pío XI cuenta especialmente con la intervención
de san José. En su célebre Encíclica Divini Redemptoris, contra el
comunismo, en 1937(35), donde fijaba con
claridad la actitud de la Iglesia, declara: «Ponemos la gran acción de la
Iglesia católica contra el comunismo ateo mundial bajo la égida del poderoso
protector de la Iglesia, san José. Él pertenece a la clase obrera y él
experimentó el peso de la pobreza en sí y en la Sagrada Familia, de la que era
jefe solícito y amante; a él le fue confiado el divino niño, cuando Herodes
envió sus sicarios contra él. Con una vida de absoluta fidelidad en el
cumplimiento del deber cotidiano, ha dejado un ejemplo de vida a todos los que
tienen que ganar el pan con el trabajo de sus manos. Y mereció ser llamado el
justo, ejemplo viviente de la justicia cristiana que debe dominar en la vida
social».
La Segunda Guerra Mundial
(1939-1945) superó ampliamente a la Primera en duración y magnitud. Millones de
personas perdieron la vida en los frentes de batalla y en los campos de
concentración. El sucesor de Pío XI fue Pío XII (1939-1958) que
dio un paso grande en la universalidad real de la Iglesia cuando en 1946 realizó
su primera promoción cardenalicia(36). Ejercitó
un infatigable magisterio, tratando en sus alocuciones múltiples aspectos de la
vida y moral cristianas, en las nuevas circunstancias del mundo(37). Quiso cristianizar la "fiesta del trabajo del
1 de mayo" instituyendo la fiesta de san José
Artesano. Una y otra vez señalaba a san José como el protector con
mejor título de todas las clases de la sociedad y de todas las profesiones.
Habló de este Santo a los obreros, a los matrimonios jóvenes, a los cristianos
militantes, a los estudiantes y a los niños. Para él, el patronazgo de san
José no es una hermosa fórmula teológica, o una piadosa apelación, sino una
verdad fundamental. José, igual que María, está íntimamente unido a la doctrina
del cuerpo místico de Cristo que es la Iglesia del cielo y de la
tierra.
El Concilio Vaticano II y san José
Juan XXIII (1958-1963) sucede a Pío XII. Cuando fue elegido Papa, sintió no poder tomar el nombre de José, a causa de la costumbre, pero no obstante, escogió el 19 de marzo como fecha de su fiesta personal. Pese a su brevedad tuvo gran impacto en la Iglesia. A los tres meses de su elección, el 25 de enero de 1959, reveló su intención de convocar un concilio ecuménico y así en la Bula Humanae salutis lo convocó el 25 de diciembre de 1961 para «promover el incremento de la fe católica y una saludable renovación de las costumbres del pueblo cristiano, y adaptar la disciplina eclesiástica a la condiciones de nuestro tiempo».
Juan XXIII, dio múltiples
testimonios de su devoción a san José. Confesaba: «Amo mucho a san José,
hasta tal punto que no sé empezar mi jornada, ni terminarla, sin que mi primera
palabra y mi último pensamiento se dirijan a él». Siendo Nuncio en París
visitó la casa madre de las Hermanitas de los Pobres en La Tour Saint-Joseph. En
esta ocasión contó que quiso recibir la consagración episcopal en la fiesta de
san José «porque es el Patrono de los diplomáticos». Explicó: «Como san
José, los diplomáticos pueden al mismo tiempo presentar a Jesús y esconderlo.
Como san José, deben saber callar, medir sus palabras, saber emplearse sin mirar
la dignidad del servicio... y sobre todo paladear dulce y tragar amargo...,
obedecer aun cuando no se comprenda, como san José cuando partió con su
borriquillo».
Cuando fue Papa, dio las mismas
consignas a todos los cristianos: Emplearse igual en tareas humildes que en
misiones importantes, sin calibrar la dignidad de lo que se hace. José, esposo
de María, no fue más que un artesano que ganaba su pan con su trabajo. Lo que
cuenta delante de Dios es la fidelidad. El 19 de marzo de 1959, celebrando la
Misa para un grupo de trabajadores de la ciudad de Roma, les decía: «Todos
los santos glorificados merecen un honor y un respeto particulares, pero es
evidente que san José posee, con justo título, un lugar muy particular, más
suave, más íntimo, más penetrante en nuestro corazón».
El 1 de mayo de 1960, Juan XXIII
dirige un radio-mensaje sobre san José a todos los que trabajan y a todos los
que sufren. Comienza así: «Es natural que nuestro pensamiento se dirija a
cada una de las regiones y ciudades en que se desenvuelve la vida de todos los
días: los hogares, las escuelas, las oficinas, los mercados, las fábricas, los
despachos, los laboratorios, a todos los lugares santificados por el trabajo
intelectual o manual, en las varias y nobles formas que reviste según la fuerza
y capacidad de cada uno... Con la ayuda de san José, cada familia cristiana
dedicada al trabajo puede reflejar fielmente el ejemplo y la imagen de la
Sagrada Familia de Nazaret... El trabajo es, en verdad, una alta misión: es para
el hombre como una colaboración inteligente y efectiva con Dios Creador, del
cual ha recibido los bienes de la tierra para cultivarlos y hacerlos
prosperar».
La gran iniciativa de Juan XXIII
fue convocar el Concilio Vaticano II. En las Letras Apostólicas de 19 de marzo
de 1961, explica por qué quiere este Concilio tan importante, que ha colocado
bajo la protección especial de san José. Comienza por recordar lo que sus
predecesores hicieron por la gloria de san José, a continuación explica que el
Concilio es para todo el pueblo cristiano, que debe beneficiarse de él por una
corriente de gracia, para una vitalidad mayor. Añade que no se puede
encontrar mejor protector que san José para obtener la ayuda del cielo en la
preparación y el desarrollo de este Concilio, que debe señalar toda una
época.
Otra iniciativa importante de Juan
XXIII fue introducir en 1962 el nombre de san José en el Canon de la Santa Misa,
inmediatamente detrás de la Virgen María. Pío IX no se decidió a hacerlo. Las
peticiones que habían sido formuladas en el Concilio Vaticano I, volvieron a
formularse en número muy grande en el Concilio Vaticano II(38). Los Padres del Concilio no tenían nada que
deliberar acerca de esto, puesto que se refería a un rito litúrgico entre tantos
otros(39).
No obstante, el Concilio hizo suya
esta decisión de Juan XXIII incorporando el texto del Communicantes, en
el que se encuentra el nombre de san José, en la Constitución dogmática
Lumen gentium. Esta Constitución habla del misterio de la Iglesia,
cuerpo místico de Cristo. El capítulo séptimo concierne especialmente a la unión
muy íntima que liga a los miembros de la Iglesia que caminan todavía en la
tierra con aquellos que ya gozan de la vida de plenitud en el cielo. Esta
presencia invisible de nuestros amigos los santos se actualiza cuando nos
reunimos para orar, y muy particularmente en la celebración de la Santa Misa. El
texto es digno de meditación, pues afirma que san José merece un lugar
escogido:
«Nuestra unión con la Iglesia
celestial se realiza de manera nobilísima especialmente en la sagrada liturgia,
en la que la fuerza del Espíritu Santo se ejerce sobre nosotros a través de los
signos sacramentales, celebrando juntos la alabanza de la majestad divina con
alegría común..., celebrando el Sacrificio Eucarístico es como nos sumamos mejor
al culto de la Iglesia celestial, unidos en una misma comunión y venerando la
memoria, en primer lugar, de la gloriosa siempre Virgen María y de san José, de
los bienaventurados Apóstoles y mártires y de todos los Santos»(40).
La apertura solemne fue el 11 de
octubre de 1962, pero el buen Papa Juan tan sólo vivió el primer periodo de
sesiones. Le sucedió Pablo VI (1963-1978), que gobernó la
Iglesia durante las tres etapas ulteriores del Concilio, celebradas en los tres
años siguientes, hasta la clausura, el 8 de diciembre de 1965. El desarrollo
económico producido tras el periodo de la posguerra hizo surgir en los países
más ricos una nueva «sociedad del bienestar», que ha demostrado tener una
sorprendente capacidad de disolución del espíritu cristiano. El vértigo del
consumismo ha difundido entre gentes de todos los niveles una oleada de
materialismo práctico, una afán hedonista de gozar si medida de las cosas
terrenas, con olvido de las realidades eternas. En suma, una visión naturalista
de la vida humana, reducida al plano de la pura temporalidad(41).
El Concilio Vaticano II trazó un
importante programa de renovación cristiana, capaz de reportar grandes bienes a
la Iglesia(42). Pero en torno a la época de su
celebración afloró a la superficie una profunda crisis en la vida eclesial,
traducida en un sinfín de abusos cometidos en nombre de un pretendido «espíritu
conciliar». En la sociedad eclesiástica se produjo entonces una violenta
explosión «neomodernista» de extensión y alcance universales(43). Pablo VI habla con frecuencia de san José. Se
detiene menos en subrayar sus prerrogativas que en recordar su misión en la
Iglesia de hoy. Así en el Ángelus del 19 de marzo de 1970 decía: «la misión
de José al lado de Jesús y de María fue una misión de protección, de defensa, de
salvaguardia y de subsistencia... La Iglesia tiene necesidad de ser defendida,
tiene necesidad de ser custodiada, en la escuela de Nazaret, pobre y laboriosa,
pero viva, consciente y disponible para su vocación mesiánica. Esta necesidad de
protección, hoy, es grande para poder mantenernos indemnes y para actuar en el
mundo..., la misión de san José es la nuestra: custodiar a Cristo, hacerle
presente, en nosotros y alrededor de nosotros».
Y tres años más repetía en una
homilía: «José es el protector de Cristo cuando entra en este mundo, el
protector de la Virgen María, de la Sagrada Familia, el protector de la Iglesia,
el protector de quienes trabajan. Todos podemos decir: Nuestro
protector».
La devoción a san José en el siglo XX
En nuestro siglo XX, desde el Oriente al Occidente, allí donde resuena el nombre del Salvador, resuena también con gloria y alabanza, el nombre del que tan perfectamente hizo con Él las veces de "padre". Por todas partes templos, imágenes, altares dedicados en honor de san José. Por todo el mundo cofradías y congregaciones, para implorar su favor durante la vida y en el trance de la muerte. Por doquier muchedumbres, cada vez más numerosas, que respondiendo a los deseos de la Iglesia, acuden a san José, para obsequiarle y pedir su protección, con fervientes cultos, en novenas, visitas semanales, siete domingos y aun meses enteros.
El documento colectivo de los
Obispos del Canadá, del 26-XI-1955, lo escogemos como una
muestra eminente de la enseñanza universal del Episcopado católico sobre el
glorioso Patriarca. Por ser Canadá el primer país del mundo --año 1624-- puesto
bajo el Patrocinio de san José, y por el hecho de la existencia en él del
Oratoire de Saint Joseph, de tan providencial significado en nuestra
época.
Se puede afirmar, sin embargo, que
la devoción tradicional a san José permanece viva hasta el Concilio Vaticano II,
en que para ella, lo mismo que para el culto de María, comienza un
período de crisis. En la etapa posconciliar,
concretamente en 1975 escribe H. Holstein en un fascículo de los Cahiers
marials dedicado a san José, un artículo titulado «¿Una devoción
desacelerada?»(44). El autor observa ante todo
que «la devoción a san José experimenta actualmente un declive del que no es
preciso aducir pruebas: relegación de las estatuas al fondo de las sacristías o
de los graneros polvorientos, desuso de los meses de san José, escasez de
predicaciones y novenas». Respecto a las múltiples causas de este desinterés o
alergia respecto a san José, H. Holstein descubre la principal en la «reacción,
espontánea más que refleja, contra el fervor experimentado en el siglo XIX hacia
el padre nutricio de Jesús».
Frente a una presentación de José
que acentúa su autoridad en la familia y su poder para
defender a la Iglesia y a la sociedad de los peligros del mundo moderno, está
justificada la reacción de disgusto y hasta de rechazo. Sí --insiste H.
Holstein-- porque se trata de un triple rechazo: «Rechazo de un espléndido
aislamiento de san José, admirado e invocado en su poder de padre
de familia, sin referencia primordial al misterio de la Encarnación; rechazo de
la sociología familiar y del respeto al orden establecido, que se funda
en la obediencia impuesta por el orden providencial...; rechazo del clima de
asedio de una Iglesia que, lejos de buscar una irradiación, se ve reducida a
implorar un defensor contra incesantes ataques y peligros
inminentes...».
Sin forzar las deficiencias del
pasado ni renegar de sus valores, se impone no obstante una renovación de la
teología y del culto de san José siguiendo las huellas de cuanto han propuesto
sobre María el Concilio Vaticano II y la Marialis cultus de Pablo VI.
El cristiano en nuestros días no tiene una especial devoción al Santo Patriarca.
Para contrarrestar los peligros de la sociedad moderna, ha querido la Iglesia
nuestra Madre ofrecernos en la devoción a nuestro Santo un auxilio y un modelo
perfectísimo. Auxilio y modelo para la pureza, en medio del mundo corrompido;
auxilio y modelo para la vida de oración, en medio del mundo disipado como
nunca; auxilio para el trabajo encaminado al servicio de Dios; auxilio para el
amor y abnegación en obsequio al Verbo humanado y a su santísima Madre, auxilio
para una santa vida, y para una santa muerte. He aquí por qué la Iglesia nos
encamina en estos tiempos, y con tanto anhelo, al Santo Patriarca.
Ya escribía sobre san José el
entonces Obispo auxiliar de Cracovia, Karol Wojtyla, el 20 de marzo de 1960 en
el semanario Tygodnik Powszechny: «Desde el siglo XIX predomina en
la Iglesia, tanto en su Magisterio como en su liturgia, otro modo de interpretar
a san José. No se acentúa tanto el rasgo contemplativo, sino más bien su papel
social»(45). «San José, que fue
durante su vida en la tierra el tutor del Cristo histórico, tiene que ser ahora
necesariamente el tutor del Cristo místico, esto es, de la santa
Iglesia»(46).
Vemos, pues, que la Iglesia está
renovando constantemente la lectura de este personaje y que no cesa de hallar en
él nuevas riquezas no conocidas, mejor, no reveladas desde el principio, pues la
historia de la humanidad ayuda también a esta comprensión. La personalidad de
san José nos permite acercarnos a los más profundos valores humanos. Si en
siglos pasados el Santo Patriarca era puesto como modelo de las almas
contemplativas, actualmente hemos de verlo modelo del hombre contemporáneo, más
social y más como tutor o padre.
El futuro Papa reflexiona sobre el
problema del hombre. Siendo san José uno de los muchos hombres que aparecen en
el Evangelio, todos ellos están relacionados con Cristo, el Señor. Entre los que
están de parte de Jesús destacan los Apóstoles y Juan el Bautista. San José
cierra el cuadro. En efecto, «la personalidad de san José tiene un peso
específico muy considerable en el Evangelio, y el tipo de hombre que configura
su persona, en sí, nos señala, no solamente la disposición natural de las
fuerzas y relaciones dominantes en el Reino de Dios en la tierra, en la Iglesia.
La Iglesia, en su configuración externa, es la organización, la sociedad
transparentemente organizada; pero en su interior es la familia de Dios, gracias
a su comunidad de fines y a su vida sobrenatural. Por lo mismo toda su actividad
externa, socialmente organizada por el hombre dentro de la Iglesia, debe estar
impregnada del espíritu de paternidad o tutela. En caso contrario, esa
actividad, a pesar del posible esplendor externo, se realizaría dentro de un
vacío interior. Ateniéndonos, pues, al problema del hombre en su totalidad y en
el Evangelio, deberíamos pensar igualmente en cierta paternidad de los Apóstoles
y en cierto apostolado en san José. En consecuencia puede decirse que, en la
Iglesia se es apóstol, cuando se es a la vez tutor y padre. Solamente entonces
se cumple en pleno sentido de la palabra la misión del Reino de Dios en la
tierra».
La devoción a san José en el Beato Josemaría Escrivá
Es indudable que la persona de san
José, su vocación y misión, meditada a la luz del amplio contexto evangélico,
puede conducirnos ciertamente a una confrontación con la vida actual. Quien lo
ha conseguido de modo admirable en el siglo XX es el Beato Josemaría
Escrivá de Balaguer (1902-1975), Fundador del Opus Dei,
pionero --desde 1928-- en la difusión de la llamada universal a la santidad en
nuestros días, mensaje nuclear del Concilio Vaticano II. El lector encontrará en
su homilía En el taller de José(47), un
rico pensamiento teológico entroncado con las fuentes más tradicionales, y en
especial sintonía con Santa Teresa de Jesús. Y a su vez, sus enseñanzas sobre
san José --y su devoción personal--, tanto por escrito como recogidas de viva
voz, componen toda una teología espiritual --sobre fundamentos sólidamente
dogmáticos--, de base firme para la devoción relevante que en la Prelatura
Opus Dei se tiene a san José.
En una primera lectura de En el
taller de José se ve claramente que se propone al Santo Patriarca como
modelo acabado para los cristianos que viven en el mundo. «Ningún hombre es
despreciado por Dios. Todos, siguiendo cada uno su propia vocación --en su
hogar, en su profesión u oficio, en el cumplimiento de las obligaciones que le
corresponden por su estado, en sus deberes de ciudadano, en el ejercicio de sus
derechos-- estamos llamados a participar del reino de los cielos. Eso nos enseña
la vida de san José: sencilla, normal y ordinaria, hecha de años de trabajo
siempre igual, de días humanamente monótonos, que se suceden los unos a los
otros. Lo he pensado muchas veces, al meditar sobre la figura de san José, y
ésta es una de las razones que hace que sienta por él una devoción
especial»(48).
Los que le conocían sabían de sobra
hasta qué hondura llegaban las raíces de esa devoción, realmente especial, que
el Beato Josemaría manifestaba haber tenido "desde el principio". Cuenta el
mismo Fundador del Opus Dei en la homilía que hemos citado: «Cuando en su
discurso de clausura de la primera sesión del Concilio Vaticano II, el pasado 8
de diciembre, el Santo Padre Juan XXIII anunció que en el canon de la Misa se
haría mención del nombre de san José, una altísima personalidad eclesiástica me
llamó en seguida por teléfono para decirme: Rallegramenti! ¡Felicidades!: al
escuchar ese anuncio pensé en seguida en usted, en la alegría que le habría
producido. Y así era: porque en la asamblea conciliar, que representa a la
Iglesia entera reunida en el Espíritu Santo, se proclama el inmenso valor
sobrenatural de la vida de san José, el valor de una vida sencilla de trabajo
cara a Dios, en total cumplimiento de la divina voluntad(49). Esa era la razón fundamental de aquella
alegría que le produjo el gesto de Juan XXIII. Es conocido que, en la lista de
firmantes en la petición presentada con tal motivo al Santo Padre, figuraba la
del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer(50).
Quienes lo trataban conocían su
devoción a san José y lo proclamaba con gratitud y orgullo filial: «Yo le
llamo mi Padre y Señor y, además, no me da vergüenza decir que lo quiero
mucho»(51). «San José --decía en
otra ocasión--, que no te puedo separar de Jesús y de María; san José, por
el que he tenido siempre devoción, pero comprendo que debo amarte cada día más y
proclamarlo a los cuatro vientos, porque éste es el modo de manifestar el amor
entre los hombres, diciendo: ¡te quiero!, San José, Padre y Señor nuestro: ¡en
cuántos sitios te habrán repetido ya a estas horas, invocándote, esta misma
frase, estas mismas palabras! San José, nuestro Padre y Señor, intercede por
nosotros»(52). Este amor al Santo Patriarca
se desarrolló con ímpetu creciente(53)
en los últimos años de su vida en la tierra, y con singular intensidad desde la
gran catequesis que hizo por América. Ciertamente había sido una constante este
cariño, esta devoción especial hacia san José, maestro de vida interior
protector de la Iglesia universal y patrono del Opus Dei.
Como vivencia personal apoyada en
sólidas bases doctrinales, se explica que la devoción a san José tenga un lugar
notablemente destacado en la espiritualidad del Opus Dei: en la celebración de
su fiesta de marzo y en la tradicional costumbre de los Siete Domingos; en la
veneración de sus imágenes; en el recurso constante a «San José, nuestro
Padre y Señor» a la hora del trato con Dios en la oración; en la
inseparabilidad de los tres nombres --Jesús, María y José--, redescubrimiento,
en línea con la más entrañable devoción popular, del puesto protagonista que
ocupa en la Historia de la Salvación la Sagrada Familia, la trinidad de la
tierra, como gustaba de repetir el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer(54).
A modo de conclusión: Juan Pablo II y la "Redemptor Custos"
Tras la muerte de Pablo VI, vino el fugaz pero luminoso pontificado de Juan Pablo I (26-VIII al 29-IX de 1978); y el 16 de octubre de 1978, el cardenal Karol Wojtila, arzobipo de Cracovia, fue elegido Papa y tomó el nombre de Juan Pablo II. La nueva elección pontificia constituyó un acontecimiento de gran trascendencia: por primera vez en cuatro siglos y medio un no italiano ocupaba la Cátedra de Pedro.
En una Audiencia general del 19 de
marzo de 1980, Juan Pablo II, con gran riqueza de ideas tradicionales,
comentando algunos pasajes evangélicos de la vida de Infancia, profundiza en la
paternidad de san José y en su continuidad en la familia de Dios, que es la
Iglesia: «José, al que conocemos por el Evangelio, es hombre de acción. Es
hombre de trabajo. El Evangelio no ha conservado ninguna apalabra suya. En
cambio, ha descrito sus acciones; acciones sencillas, cotidianas, que tienen a
la vez el significado límpido para la realización de la promesa divina en la
historia del hombre; obras llenas de profundidad espiritual y de la sencillez
madura. Así es la actividad de José, así son sus obras, antes de que le fuese
revelado el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, que el Espíritu Santo
había obrado en su Esposa (...) El Hijo de Dios, el verbo encarnado, durante los
treinta años de la vida terrena permaneció oculto: se ocultó a la sombra de
José. Al mismo tiempo María y José permanecieron "escondidos en Cristo", en su
misterio y en su misión»
Y más adelante añade: «Eran
necesarias almas profundas --como santa Teresa de Jesús-- y los ojos penetrantes
de "la contemplación", para que pudiesen ser revelados los espléndidos rasgos de
José de Nazaret: aquel de quien el Padre celestial quiso hacer, en la tierra, el
hombre de su confianza. Sin embargo, la Iglesia ha sido siempre consciente, y lo
es hoy especialmente, de cuán fundamental ha sido la vocación de este hombre:
del esposo de María, de Aquél que, ante los hombres, pasaba por el padre de
Jesús y que fue, según el espíritu, una "encarnación" perfecta de la paternidad
en la familia humana y al mismo tiempo sagrada».
El domingo día 23 de mayo de 1982,
Juan Pablo II beatificó a cinco siervos de Dios, y entre ellos a Frère André
(1845-1837), canadiense, Hermano de la Congregación de la Santa Cruz,
que ha sido un apóstol escogido por Dios en nuestro siglo para la difusión del
culto y confianza hacia san José, fundador del Oratoire de Saint
Joseph, al que acuden anualmente millones de peregrinos y por el que
Montreal se ha convertido en «la capital mundial del culto a san José». Dice el
Papa en la homilía de la Beatificación que el hermano Andrés se sintió muy
próximo a la vida de san José «trabajador pobre y aislado, tan cercano al
Salvador», Santo a quien Canadá, y especialmente la Congregación de la Santa
Cruz, ha honrado siempre mucho. El hermano Andrés tuvo que soportar
incomprensiones y burlas por el éxito de su apostolado, pero siguió siendo
siempre sencillo y jovial, porque «acudió a san José y ante el Santísimo
Sacramento, practicaba él largamente y con fervor en nombre de los enfermos, la
oración que les enseñaba».
Además, Juan Pablo II, con motivo
del centenario de la encíclica de León XIII, Quamquam pluries --que ya
comentamos--, publica la Exhortación apostólica Redemptoris Custos, el
15-VIII-1989, para preparar a la Iglesia bajo la protección del santo Patriarca
en su entrada en el Tercer Milenio. Es ya el último comentario sobre José de
Nazaret del Magisterio pontificio. El Romano Pontífice actual nos resume, por
una parte, la reciente historia del magisterio pontificio sobre el patronazgo de
san José para la Iglesia universal(55), y, por
otra, recuerda así que en tiempos difíciles para la Iglesia, Pío IX, queriendo
ponerla bajo la especial protección del santo patriarca José, lo declaró
«patrono de la Iglesia Católica»(56). El
pontífice sabía que no se trataba de un gesto peregrino, pues, a causa de la
excelsa dignidad concedida por Dios a este su siervo fiel, «la Iglesia, después
de la virgen santa, su esposa, tuvo siempre en gran honor y colmó de alabanzas
al bienaventurado José y a él recurrió sin cesar en las angustias»(57).
En nuestros días, el recién
fallecido P. Francisco de Paula(58) escribe una
introducción a la lectura de la Exhortación apostólica Redemptoris
Custos de Juan Pablo II, en estos términos: «Nuestro Papa actual Juan
Pablo II, al verse envuelto en tan graves acontecimientos mundiales, ha vuelto
los ojos a san José. La "Redemptoris Custos", que forma una trilogía con la
Redemptor Hominis y la Redemptoris Mater es una llamada a san José para que
"bendiga a la Iglesia", el Santo personalmente. El Santo Padre, cede el lugar
que ocupa de "representante", a san José que es el "verdadero Padre", en el
sentido en que el Padre Eterno, de quien procede toda paternidad en el cielo y
en la tierra, le concedió la potestad paterna sobre Cristo y su Obra. La
exhortación apostólica de Juan Pablo II, se firmó también el 15 de agosto. (...)
Que san José proteja a la Iglesia, la bendiga y con ella de modo particular al
Papa Juan Pablo II, que tan providencialmente nos ha dado Dios y la Virgen, en
estos momentos cruciales en la historia de la humanidad y que se ha puesto al
servicio y bajo la protección de toda la Sagrada Familia»(59).
En efecto, hace cien años el papa
León XIII exhortaba al mundo católico a orar para obtener la protección de san
José, patrono de toda la Iglesia. La carta encíclica Quamquam pluries
se refería a aquel «amor paterno» que José «profesaba al niño Jesús»; a él,
«próvido custodio de la sagrada familia», recomendaba la «heredad que Jesucristo
conquistó con su sangre». Desde entonces la Iglesia --como he recordado
al comienzo de esta sección-- implora la protección de san José en
virtud de "aquel sagrado vínculo que lo une a la inmaculada Virgen María", y le
encomienda todas sus preocupaciones y los peligros que amenazan a la familia
humana. Aún hoy tenemos muchos motivos para orar con las mismas
palabras de León XIII: "Aleja de nosotros, oh padre amantísimo, este
flagelo de errores y vicios... Asístenos propicio desde el cielo en esta lucha
contra el poder de las tinieblas...; y como en otro tiempo libraste de la muerte
la vida amenazada del niño Jesús, así ahora defiende a la santa Iglesia de Dios
de las hostiles insidias y de toda adversidad"(60). Y termina glosando Juan Pablo II: «Aún
hoy existen suficientes motivos para encomendar a todos los hombres a
san José»(61). Que así sea.
Notas
1. Dos Papas fueron prisioneros de
los gobiernos revolucionarios. Napoleón, restaurador de la Iglesia en Francia,
asumió también la herencia del Galicanismo. La Restauración pretendió un retorno
al Antiguo Régimen. Muchos católicos, impresionados por la experiencia sufrida,
propugnaron una «alianza entre el Trono y el Altar».
2. Cfr José Orlandis, Historia
Breve del Cristianismo, Rialp, 5ª ed., Madrid 1997, pp. 155-159.
3. La Asamblea exigió a los
sacerdotes juramento de fidelidad a la Constitución política, dentro de la cual
estaba la mencionada «Constitución civil». El Papa Pío VI prohibió el juramento
y excomulgó a los sacerdotes que lo prestaran (12-III-1791). Un cisma se abrió
entre los sacerdotes «juramentados» y los «no juramentados», que se convirtieron
legalmente en individuos bajo sospecha. La Asamblea Legislativa, que sucedió a
la Constituyente, decretó el 27 de mayo de 1792 la deportación de los sacerdotes
«no juramentados»; en septiembre, la Convención sustituyó a la Asamblea
Legislativa y comenzaron las matanzas de sacerdotes.
4. Los años siguientes registraron
alternativas de distensión y renovada persecución religiosa. Esta se recrudeció
bajo el Directorio Jacobino (1797-1799), cuando los franceses ocuparon Roma y se
proclamó la República Romana. El Papa Pío VI, anciano y enfermo, fue deportado a
Siena, Florencia y, finalmente, a Francia.
5. El Concordato tuvo, sin duda,
consecuencias favorables para la Iglesia: permitió una restauración de la vida
cristiana en Francia, favorecida por la renovación del sentimiento religioso,
propia del primer Romanticismo, reacción apasionada contra el seco racionalismo
de la Ilustración. El «Genio del Cristianismo» de Chateaubriand (1802), refleja
fielmente un tal estado del espíritu. El Concordato hizo también posible la
apertura de seminarios sostenidos por el Estado y la consiguiente formación de
un nuevo clero; el criterio de Napoleón fue en cambio muy restrictivo con
respecto a la Ordenes religiosas. Hay que advertir, por otra parte, que durante
la época napoleónica tomó cuerpo en Francia un partido o un grupo de opinión
claramente opuesto al Cristianismo y a la Iglesia, integrado por gentes de
diversa extracción: propietarios de antiguos bienes eclesiásticos, funcionarios
públicos, militares profesionales, intelectuales del Instituto de Francia y
obreros del incipiente proletariado urbano. Estos sectores de opinión de signo
anticristiano integraron una poderosa fuerza que se enfrentaría con la Iglesia a
lo largo de todo el siglo XIX.
6. Por decisión unilateral y sin
consultar a la Santa Sede, Napoleón promulgó, junto al texto del Concordato, los
«Setenta y siete Artículos orgánicos», que recogían el espíritu --y en ocasiones
la letra-- de los viejos «Artículos» galicanos, impuestos por Luis XIV en
1682.
7. Muchos fueron los vejámenes que
el Pontífice, en Savona, y después en el castillo de Fontainebleau, tuvo que
sufrir en los tres años de destierro. Baste decir que Napoleón era quien
gobernaba la Iglesia; que llegó a exigir se le entregase el Anillo del Pescador
con que el Papa sellaba sus Breves, y el Papa le rompió antes de entregarle.
8. Muy distinta fue la reacción de
sus principales colaboradores, que se mantuvieron fieles a la Iglesia:
Lacordaire fue el restaurador de la Orden dominicana en Francia; otros como
Montalembert y Falloux, profesaron un liberalismo mitigado y defendieron con
ahinco la libertad de enseñanza.
9. Los liberales aplaudieron los
reiterados alzamientos de la católica Polonia contra la opresión de la Rusia de
los Zares. La Revolución de 1830 dio pie a una alianza entre católicos y
liberales belgas, que lograron sustraer a Bélgica del dominio calvinista de la
Monarquía holandesa y dotaron al nuevo reino de una Constitución liberal. El
pueblo irlandés obtuvo su emancipación de la Corona británica bajo O'Connel.
También en la Península itálica, enfebrecida por el «Risorgimento», su camino
hacia la unidad nacional pasaba por la desaparición de los Estados Pontificios y
la conversión de la Roma papal en la capital del Reino de los Saboya.
10. Todas estas doctrinas sirvieron
de base a una ofensiva generalizada contra el Cristianismo en el terreno de la
ciencia y en particular de las Ciencias Naturales. Pero también el propio ámbito
de las ciencias sagradas se transformó en palestra de lucha anticristiana. La
crítica de la historicidad de la Sagrada Escritura o su vaciamiento de contenido
sobrenatural llevaron a Straus hasta la negación de la existencia de Cristo y
movieron a E. Renan a escribir una célebre «Vida de Jesús», de un Jesús que ya
no sería Dios, aunque fuera el más noble de los hijos de los hombres.
11. Es posible que muchos en
nuestros días no terminen de comprender el empeño puesto por el Papa en la
defensa del poder temporal. Pero la historia se falsea cuando no se acierta a
contemplar los hechos desde el punto de vista de sus protagonistas. Pío IX
defendió sus derechos hasta el final porque estos derechos eran para él un
precioso legado que había recibido de sus antecesores en el Pontificado. Y, con
mayor razón aún, porque aquellos Estados, con más de mil años de existencia, se
consideraban entonces como condición indispensable para garantizar la
independencia de los Papas en el gobierno de la Iglesia universal.
12. A todo esto habría que añadir
la pérdida de los cantones suizos en favor de los protestantes en la guerra del
«Sonderbund» (1847) y la violencia anticlerical y los ataques del «Kulturkampf»
de Bismark contra los católicos alemanes en los últimos años de Pío IX.
13. El documento no encerraba
novedades sustanciales, ya que todos los errores habían sido denunciados
previamente en anteriores textos del Magisterio. Lo novedoso era ahora la forma
y el acento más rotundo que parecían tener aquellas propuestas extraídas de sus
anteriores contextos y puestas una tras otra, a manera de impresionante
silabario.
14. La última proposición en la que
se rechazaba el pretendido deber del Romano Pontífice de reconciliarse con el
progreso y la «civilización moderna», hizo rasgarse las vestiduras a los
críticos liberales y enardeció el entusiasmo de los católicos tradicionales.
15. Una de estas cartas le había
emocionado particularmente, la del Padre Lataste, dominico, fundador de las
dominicas de Betania, que había ofrecido su vida para que san José fuese
proclamado Patrono de la Iglesia y para que su nombre fuese incluido en el Canon
de la Santa Misa.
16. Cuando fue Papa, publicó el 15
de agosto de 1889 la Encíclica Quamquam pluries sobre el verdadero
lugar de san José en la Iglesia y sobre las razones que tenemos para
invocarle.
17. Por parte de Pío IX, éste es un
gesto, una señal intrépida, un verdadero gesto profético. No hay más que pensar
en las circunstancias trágicas en que se encontraba, todos sus Estados acababan
de serle arrebatados; algunas semanas antes las tropas piamontesas se habían
apoderado de Roma. El Papa estaba prisionero en su palacio del Vaticano.
Permanecía preso allí voluntariamente con el fin de salvaguardar su libertad y
la de la Iglesia. El nuevo rey de Italia le ofreció su policía y sus tropas para
protegerle, muchas naciones le invitaron como huésped para que se instalara
donde mejor quisiera. Pío IX rechazó todas estas propuestas, con el fin de no
depender de ningún gobierno protector, y sobre todo para mantener en Roma el
centro de la Iglesia.
18. Entre este clero secular, el
Cura de Ars, san Juan Maria Vianney, es un ejemplo de santidad heroica en la
persona de un humilde párroco de aldea.
19. Recordemos a los benedictinos
de Dom Guéranguer, los dominicos impulsados por Lacordaire y a los jesuitas,
restaurados por Pío VII.
20. Entre ellas sobresalieron las
«Conferencias de san Vicente», creadas por Federico Ozanam.
21. Los párrafos que reproducimos
corresponden a un retiro para huérfanas obreras pronunciado en Turín el 19 de
marzo de 1857. Cfr Archivio Storico della Congregazione di S. Giuseppe,
Casa generalicia de Roma, vol. XXXIII, p. 1316.
22. Cfr El Mensajero del
Sagrado Corazón de Jesús, 1870, pp. 174-180.
23. Santa Teresita del Niño Jesús,
Historia de un alma, cap. VI.
24. Cfr F. Canals Vidal, San
José, Patriarca del Pueblo de Dios, Balmes, Barcelona 1994, pp. 292 y
ss.
25. F.J. Butiñá, Las Glorias de
San José, cap. III.
26. J.M. Villaseca, Muy
piadosas preces al Señor San José (México 1887; reeditado en 1966), Lección
III.
27. J. Torras i Bages, Obras
completas, t. II, Balmes, Barcelona 1954, pp. 9-10.
28. Jaime Boffil, vid nº 234,
24-XII-1953.
29. La revolución industrial había
dado lugar a la formación de una nueva clase obrera --un «proletariado»--,
concentrado en los suburbios fabriles de las grandes urbes. La situación de esta
clase obrera, en una época de absoluto predominio del capitalismo liberal, fue
en sus orígenes deplorable: jornadas laborales agotadoras, jornales escasos,
trabajo infantil, viviendas insalubres fueron algunos de tantos abusos que
tuvieron que sufrir los obreros y algunos de los aspectos más oscuros que
presentaba a mediados del siglo XIX la llamada «cuestión social». Esto suscitó
lógicamente reacciones dirigidas a luchar contra la injusticia. El Anarquismo
(M. Bakunin) propugnaba la acción violenta para terminar con el Estado y una
ordenación social injusta. Diversos sistemas «socialistas», ideados por
doctrinarios como Saint-Simón, Fourier o Proudhon, quedaron pronto eclipsados
por el «socialismo científico» de Carlos Marx --el «Marxismo»--. Desde un punto
cristiano era rechazada esta doctrina por su materialismo histórico y la
dialéctica de la lucha de clases, y porque consideraba a la religión como el
«opio del pueblo». El antiteísmo marxista mostró una particular hostilidad hacia
la religión católica y fue un poderoso agente de descristianización de las
clases trabajadoras.
30. Recientemente se ha anunciado
la próxima beatificación en setiembre del año 2000, de dos Papas: Pío IX y Juan
XXIII.
31. Benedicto XV, Breve Bonum
sane, 25-VII-1920: AAS 12 (1920) 313-317.
32. En fecha muy reciente se ha
anunciado también la incoación del proceso de beatificación de su arquitecto,
Gaudí.
33. Pío XI concedía gran
importancia al apostolado seglar y se esforzó por encuadrarlo dentro de una
nueva concepción de la Acción Católica. Como movimiento apostólico multiforme
existía ya con anterioridad, había sido impulsado por san Pío X, pero en este
tiempo le dio una organización centralizada y jerárquica, con el fin de ser un
instrumento privilegiado para la cristianización de una sociedad cada vez más
secularizada. La institución de la fiesta de Cristo Rey, en la encíclica
Quas primas (1925), fue la expresión de este reinado social de
Jesucristo, núcleo fundamental del magisterio de Pío XI. Y a la luz de este
proyecto recristianizador han de contemplarse las encíclicas Casti
connubi (30-XII-1930) sobre el matrimonio y la familia; y la
Quadragesimo Anno (15-V-1931), puesta al día de la doctrina social de
la Iglesia a los 40 años de la Rerum novarum de León XIII.
34. La expansión misionera en Asia
y Africa hizo grandes progresos, se multiplicaron las conversiones, y se dieron
pasos decisivos para la consolidación de las nuevas cristiandades. Importancia
en tal sentido tuvo el desarrollo del clero indígena. Una fecha señalada en la
historia de las Misiones fue el 28 de octubre de 1926, en la que Pío XI consagró
solemnemente, en la basílica de san Pedro de Roma, a seis nuevos Obispos de raza
china.
35. Con pocos días de diferencia
publica otra encíclica, Mit Brennender Sorge, contra el
nacional-Socialismo alemán y su doctrina racista.
36. Terminada la contienda,
existían 32 vacantes en un Colegio cardenalicio de 70. En el primer nombramiento
de su pontificado creó cuatro cardenales italianos y 28 de otras nacionalidades,
poniendo así término a un periodo de predominio absoluto de purpurados italianos
en el Sacro Colegio
37. Particular importancia tuvo,
desde el punto de vista doctrinal, la encíclica Humani Generis del
12-VIII-1950, que enlazaba con las enseñanzas de san Pío X, ante los rebrotes
neomodernistas.
38. El movimiento mariano, que
adquiere nuevo impulso con las apariciones de la Rue du Bac (1830) y de Lourdes
(1858), aparte de la definición del dogma de la Inmaculada Concepción (1854),
tiene su correspondencia en un movimiento de amplificación del culto de san José
a partir de 1865. Se pedían tres cosas: el patronato sobre la iglesia universal,
el culto de protodulía y la inserción del nombre de José en las
oraciones de la misa. Más que ningún otro autor, el jesuita Cipriano Macabiau
(+1915) expresa este movimiento con sus significativos volúmenes De cultu s.
Joseph amplificando... (1887) y Primauté de saint Joseph (1897).
Las peticiones son acogidas, pero progresivamente o de modo equivalente: en 1870
Pío IX proclama a san José "patrono de la iglesia"; la protodulia no
entra en los documentos oficiales, sin embargo los pontífices exaltan la
dignidad y el poder del santo y recomiendan su devoción: "José nos conduce
directamente a María y, por medio de ella, a Jesús, fuente de toda santidad"
(Bendicto XV, Bonum sane, 25-VII-1920, en AAS 12,313-317).
39. También las liturgias
orientales se hacen eco de las enseñanzas de los Papas: «¡Oh José! Gloria a
quien te ha honrado, gloria al que te ha coronado, gloria al que te ha hecho
patrono de nuestras almas» (Rito melquita). «¡Oh José! lleva a David la buena
nueva: Aquí está el Padre de Dios. Tú has visto a la Virgen encinta, junto con
los pastores has cantado el Gloria, con los Magos te has postrado, con
el Ángel has tratado asuntos divinos. Ruega, pues, a Cristo, nuestro Dios, que
salve nuestras almas» (Rito bizantino).
40. LG, 50.
41. Entre las expresiones más
típicas de este fenómeno pueden señalarse: la disminución de la práctica
religiosa en tierras de vieja cristiandad, el menosprecio de la ley divina como
norma de moralidad, la crisis de numerosos matrimonios y de la propia
institución familiar, víctimas de la plga del divorcio; los atentados contra el
derecho a la vida de los seres más indefensos, el desbordamiento de la
violencia.
42. No hizo el Concilio ninguna
definición dogmática, por lo que sus enseñanzas no tienen la prerrogativa de la
infalibilidad; pero constituyen actos del magisterio solemne de la Iglesia y
exigen por tanto de los fieles una adhesión interna y externa. Constituciones
dogmáticas, Decretos, declaraciones y una Constitución pastoral --la Gaudium
et spes-- sobre la Iglesia en el mundo actual.
43. El eclipse de la virtud
teologal de la fe y la pérdida del sentido trascendente de la vida del hombre
parecen ser las raíces últimas de la crisis, uno de cuyos principales intentos
fue la tergiversación de la naturaleza de la Redención y, en consecuencia, de la
misión de la Iglesia en el mundo. Este es el objetivo de dos importantes
documentos de Pablo VI: «El Credo del Pueblo de Dios» (30-VI-1968) y la
encíclica Humanae vitae (25-VII-1968) sobre los problemas del
matrimonio y la familia. Cfr supra p. II-22.
44. H. Holstein, Une dévotion
en perte de vitesse?, en "Cahiers Marials", Paris, 20 (1975) 5, n. 100, pp.
289-297.
45. En primer lugar san José es la
cabeza de la familia de Nazaret, y ya se sabe que la familia es la célula
elemental de toda sociedad, nación, Estado o Iglesia. En segundo lugar, al ser
su cabeza, trabaja para su sustento y para sostener la familia con el trabajo de
sus manos. El Evangelio en varias ocasiones señala que era artesano, carpintero,
y que pertenecía, con su familia, a la clase de hombres pobres. El personaje y
la figura de san José obrero empapó tanto, en los últimos tiempos, a la misma
liturgia, que incluso logró desdibujar el culto de la paternidad de san José
dentro de la familia nazaretana, con la consecuencia de su calidad de tutor de
Jesús y también de padre de la Iglesia.
46. Este magnífico pensamiento
litúrgico, tomado de la antigua fiesta que se celebraba el miércoles de la
tercera semana de Pascua de Resurrección (con octava), lleno de profundidad y a
la vez de singular sabor litúrgico, ha sido relegado a segundo plano ante el
papel social de san José.
47. Es una de las homilías
recogidas en su obra Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid 1973.
48. ECP, 44.
49. ECP, 44.
50. Cfr. Isidoro de José y José de
Jesús María, San José en e1 Sacrificio de la Misa (Historia de una
magna campaña josefina) Centro Español de Investigaciones Josefinas, Padres
Carmelitas Descalzos, Valladolid, 1963.
51. En una tertulia en Pozoalbero,
9-XI-1972.
52. Citado por S. Bernal, o.c.,
epílogo, pág. 319. Cfr FOR, 272.
53. Cfr ECP, 38.
54. Comentando un cuadro que había
encargado pintar, decía: "Amad al Señor: Padre, Hijo y Espíritu Santo, a la
Trinidad Beatísima, Dios único. Y también a ésta como trinidad de la tierra --no
soy el primero que lo dice, pero a mí me da mucha devoción--, a Jesús, María y
José". De una tertulia en Roma, 19-III-1973. Pero ya antes, en una meditación
predicada en Roma en la fiesta de San José, el año 1971, afirmaba: "Entre los
bienes que el Señor ha querido darme está la devoción a la Trinidad Beatísima,
la Trinidad del Cielo, Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo, único Dios; y
la trinidad de la tierra: Jesús María y José. Comprendo bien la unidad
y el cariño de esta Sagrada Familia. Eran tres corazones, pero un solo amor".
Cfr FOR, 551.
55. Cfr RC, nn. 28-31.
56. Cfr Sacr. Rituum Congr., decr.
Quemadmodum Deus (8-XII-1870): l.c., 283.
57. Ibidem l.c., 282s.
58. P. Francisco de Paula Solá
Carrió (1907-1993), profesor de Teología Dogmática y Bibliotecario de la
Fundación Balmesiana de Barcelona, es internacionalmente conocido como uno de
los más eminentes estudiosos en el campo de la Mariología y de la
Josefología.
59. Se reproduce aquí su editorial
en la revista Cristiandad (nº 703-705, X-XII 1989).
60. Cfr León XIII, "Oratio ad
Sanctum Ioseph", que aparece inmediatamente después del texto de la carta enc.
Quamquam pluries (15-VIII-1889): Leonis XIII P.M. Acta IX
(1890) 183
61. RC, 31 in fine.
AUTOR: Josemaría
Monforte
TOMADO DE: José de Nazaret en el
Tercer Milenio cristiano. Eiunsa, 2000, cap. III
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