Homilía en el Oratorio de las Hermanas de la
Madre Dolorosa,
Roma, 19 de marzo de 1992
Roma, 19 de marzo de 1992
Hace poco pude ver en casa de unos
amigos una representación de san José que me ha hecho pensar mucho. Es un
relieve procedente de un retablo portugués de la época barroca, en el que se
muestra la noche de la fuga hacia Egipto. Se ve una tienda abierta, y junto a
ella un ángel en postura vertical. Dentro, José, que está durmiendo, pero
vestido con la indumentaria de un peregrino, calzado con botas altas como se
necesitan para una caminata difícil. Si en primera impresión resulta un tanto
ingenuo que el viajero aparezca a la vez como durmiente, pensando más a fondo
empezamos a comprender lo que la imagen nos quiere sugerir.
Duerme José, ciertamente, pero a la
vez está en disposición de oír la voz del ángel (Mt 2,13ss). Parece desprenderse
de la escena lo que el Cantar de los Cantares había proclamado: Yo dormía,
pero mi corazón estaba vigilante (Cant 5,2). Reposan los sentidos
exteriores, pero el fondo del alma se puede franquear. En esa tienda abierta
tenemos una figuración del hombre que, desde lo profundo de sí mismo, puede oír
lo que resuene en su interior o se lo diga desde arriba; del hombre cuyo corazón
está lo suficientemente abierto como para recibir lo que el Dios vivo y su ángel
le comuniquen. En esa profundidad el alma de cualquier hombre se puede encontrar
con Dios. Desde ella Dios nos habla a cada uno y se nos muestra cercano.
Sin embargo, la mayoría de las
veces nos hallamos invadidos por cuidados, inquietudes, expectativas y deseos de
todas clases; tan repletos de imágenes y apremios producidos por el vivir de
cada día, que, por mucho que vigilemos externamente, se nos pide la interna
vigilancia y, con ella, el sonido de las voces que nos hablan desde lo más
íntimo del alma. Ésta se halla tan cargada de cachivaches, y son tantas las
murallas elevadas en su interior, que la voz suave del Dios próximo no puede
hacerse oír. Con la llegada de la Edad Moderna, los hombres hemos ido dominando
cada vez más el mundo, y disponiendo de las cosas a la medida de nuestros
deseos; pero estos adelantos en nuestro dominio sobre las cosas, y en el
conocimiento de lo que podemos hacer con ellas, ha encogido a la vez nuestra
sensibilidad de tal manera, que nuestro universo se ha tornado unidimensional.
Estamos dominados por nuestras cosas, por todos los objetos que alcanzan
nuestras manos, y que nos sirven de instrumentos para producir otros objetos. En
el fondo, no vemos otra cosa que nuestra propia imagen, y estamos incapacitados
para oír la voz profunda que, desde la Creación, nos habla también hoy de la
bondad y la belleza de Dios.
Ese José que duerme, pero que al
mismo tiempo se halla presto para oír lo que resuene por dentro y desde lo alto
--porque no es otra cosa lo que acaba de decirnos el Evangelio de este día--, es
el hombre en el que se unen el íntimo recogimiento y la prontitud. Desde la
tienda abierta de su vida, nos invita a retirarnos un poco del bullicio de los
sentidos; a que recuperemos también nosotros el recogimiento; a que sepamos
dirigir la mirada hacia el interior y hacia lo alto, para que Dios pueda
tocarnos el alma y comunicarle su palabra. La Cuaresma es un tiempo
especialmente adecuado para que nos apartemos de los apremios cotidianos, y
dirijamos nuevamente nuestros pasos por los caminos del interior.
Pasamos al segundo punto. Ese José
que vemos está pronto para erguirse y, como dice el Evangelio, cumplir la
voluntad de Dios (Mt 1,24; 2,14). Así toma contacto con el centro de la vida de
María, la respuesta que diera Ella en el momento decisivo de su existencia:
He aquí la sierva del Señor (Lc 1,38). En él sucede lo mismo con su
disposición a levantarse: Aquí tienes a tu siervo. Dispón de mí.
Coincide su respuesta con la de Isaías en el instante de recibir el llamamiento:
Heme aquí, Señor. Envíame (Is 6,8, en relación con 1 Sam 3,8ss). Esa
llamada informará su vida entera en adelante. Pero también hay otro texto de la
Escritura que viene aquí a propósito: el anuncio que Jesús hace a Pedro cuando
le dice: Te llevarán adonde tú no quieras ir (Jn 21,10). José, con su
presteza, lo ha hecho regla de su vida: porque se halla preparado para dejarse
conducir, aunque la dirección no sea la que él quiere. Su vida entera es una
historia de correspondencias de este tipo.
Comenzó con la primera comunicación
de las alturas: la del ángel al darle información sobre el secreto de la
maternidad divina de María, el Misterio de la llegada del Mesías. De improviso,
la idea que se había hecho de una vida discreta, sencilla y apacible, resulta
trastornada cuando se siente incorporado a la aventura de Dios entre los
hombres. Al igual que sucediera en el caso de Moisés ante la zarza ardiente, se
ha encontrado cara a cara con un misterio del que le toca ser testigo y
copartícipe. Muy pronto ha de saber lo que ello implica: que el nacimiento del
Mesías no podrá suceder en Nazaret. Ha de partir para Belén, que es la ciudad de
David; pero tampoco será en ella donde suceda: porque los suyos no le
acogieron (Jn 1,11). Apunta ya la hora de la Cruz: porque el Señor ha de
nacer en las afueras, en un establo. Luego viene, tras la nueva comunicación del
ángel, la salida de Egipto, donde ha de correr la suerte de los sin casa y sin
patria: refugiados, extranjeros, desarraigados que buscan un lugar donde
instalarse con los suyos.
Volverá, pero sin que hayan
terminado los peligros. Más tarde sufrirá la dolorosa experiencia de los tres
días durante los que Jesús está perdido (Lc 2,46), esos tres días que son como
un presagio de los que mediarán entre la Cruz y la Resurrección: días en los que
el Señor ha desaparecido y se siente su vacío. Y, al igual que el Resucitado no
habrá de retornar para vivir entre los suyos con la familiaridad de aquellos
días que se fueron, sino que dice: No quieras retenerme, porque he de subir
al Padre, y podrás estar conmigo cuando tú también subas (cfr Jn 20,17),
así ahora, cuando Jesús es encontrado en el Templo, reaparece en primer plano el
misterio de Jesús en lo que tiene de lejanía, de gravedad y de grandeza. José se
siente, en cierto modo, puesto en su sitio por Jesús, pero a la vez encaminado
hacia lo alto. Yo debía ocuparme de las cosas de mi Padre (Lc 2,19). Es
como si le dijera: Tú no eres padre mío, sino guardián, que, al recibir la
confianza de este oficio, has recibido el encargo de custodiar el misterio de la
Encarnación.
Y morirá por fin José sin haber
visto manifestarse la misión de Jesús. En su silencio quedarán sepultados todos
sus padecimientos y esperanzas. La vida de este hombre no ha sido la del que,
pretendiendo realizarse a sí mismo, busca en sí solamente los recursos que
necesita para hacer de su vida lo que quiere. Ha sido el hombre que se niega a
sí mismo, que se deja llevar adonde no quería. No ha hecho de su vida cosa
propia, sino cosa que dar. No se ha guiado por un plan que hubiera concebido su
intelecto, y decidido su voluntad, sino que, respondiendo a los deseos de Dios,
ha renunciado a su voluntad para entregarse a la de Otro, la voluntad grandiosa
del Altísimo. Pero es exactamente en esta íntegra renuncia de sí mismo donde el
hombre se descubre.
Porque tal es la verdad: que
solamente si sabemos perdernos, si nos damos, podremos encontrarnos. Cuando esto
sucede, no es nuestra voluntad quien prevalece, sino ésa del Padre a la que
Jesús se sometió: No se haga mi voluntad, sino la tuya (Lc 22,42). Y
como entonces se cumple lo que decimos en el Padrenuestro: Hágase tu
Voluntad en la tierra como en el cielo, es una parte del Cielo lo que hay
en la tierra, porque en ésta se hace lo mismo que en el Cielo. Por esto san José
nos ha enseñado, con su renuncia, con su abandono que en cierto modo adelantaba
la imitación de Jesús crucificado, los caminos de la fidelidad, de la
resurrección y de la vida.
Nos queda un tercer aspecto.
Mirando a ese José que está vestido como peregrino, comprendemos que, a partir
del momento en que supiera del Misterio, su existencia sería la del que está
siempre en camino, en un constante peregrinar. Fue así la suya una vida marcada
por el signo de Abrahán: porque la Historia de Dios entre los hombres, que es la
historia de sus elegidos, comienza con la orden que recibiera el padre de la
estirpe: Sal de tu tierra para ser un extranjero (Gen 12,1; Heb 9,8ss).
Y por haber sido una réplica de la vida de Abrahán, se nos descubre José como
una prefiguración de la existencia del cristiano. Podemos comprobarlo con viveza
singular en la primera Carta de san Pedro y en la de Pablo a los Hebreos. Como
cristianos que somos --nos dicen los Apóstoles-- debemos considerarnos
extranjeros, peregrinos y huéspedes (1 Pet 1,17; 2,11; Heb 13,14): porque
nuestra morada, o como dice san Pablo en su Carta a los Filipenses, nuestra
ciudadanía está en los Cielos (Phil 3,20).
Hoy suenan mal estas palabras sobre
el Cielo: porque tendemos a creer que, apartarnos de cumplir nuestros deberes en
la tierra, nos enajena de nuestro mundo. Tendemos a creer que nuestra vocación
no es solamente hacer un Paraíso de la tierra y en ésta concentrar nuestras
miradas, sino a la vez dedicarle por completo el corazón y los esfuerzos de
nuestras manos. Pero sucede en la realidad que, al comportarnos de ese modo, lo
que estamos haciendo es justamente destrozar la Creación. Ello es así porque, en
el fondo, los anhelos del hombre, la saeta de sus ambiciones, apuntan en
dirección al infinito. De aquí que, hoy más que nunca, comprobemos que
únicamente Dios puede saciar al hombre por completo. Estamos hechos de tal
forma, que las cosas finitas nos dejan siempre insatisfechos, porque necesitamos
mucho más: necesitamos el Amor inagotable, la Verdad y la Belleza
ilimitadas.
Aunque ese anhelo sea insuprimible, podemos, por desgracia
desplazarlo de nuestros horizontes, y con ello perseguir las plenitudes buscando
únicamente en lo finito. Queriendo tener el Cielo ya en la tierra, esperamos y
exigimos todo de ella y de la actual Sociedad. Pero, en su intento de extraer de
lo finito lo infinito, el hombre pisotea la tierra e imposibilita una ordenada
convivencia social con los demás, porque a sus ojos cada uno de los otros
aspectos aparece como amenaza u obstáculo; y porque arranca del mundo material y
del biológico algunos componentes que necesitaría preservar para sí mismo. Tan
sólo cuando aprendamos nuevamente a dirigir nuestras miradas hacia el Cielo,
brillará también la tierra con todo su esplendor. Únicamente cuando vivifiquemos
las grandes esperanzas de nuestros ánimos con la idea de un eterno estar con
Dios, y nos sintamos nuevamente peregrinos hacia la Eternidad, en vez de
aherrojarnos a esta tierra, sólo entonces irradiarán nuestros anhelos hacia este
mundo para que tenga también él esperanza y paz.
Por todo ello, demos gracias a Dios en este día porque nos ha
dado ese Santo, que nos habla de recogernos en Él; que nos enseña la prontitud,
y la obediencia, y la abnegación, y la actitud de los caminantes que se dejan
llevar por Dios; y que nos dice por esto mismo la manera de servir igualmente a
nuestra tierra. Demos gracias asimismo por esta fiesta jubilar en la que podemos
comprobar que sigue habiendo personas con el ánimo abierto a la voluntad de
Dios, y preparadas para escuchar sus llamamientos y marchar a su lado hacia
donde Él quiera llevarlas. E imploremos la gracia de lo Alto para que,
demostrando también nosotros vigilancia y prontitud, y procediendo en nuestras
vidas con la misma plenitud de la esperanza, nos veamos un día recibidos por
Dios, que constituye nuestro auténtico Destino de caminantes hacia la comunión
de la vida eterna.
AUTOR: Benedicto XVI
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