¿No es pretencioso situar a San José en el centro
de la historia del mundo? En realidad, ¿qué sabemos de él? Podríamos decir,
empleando conceptos de hoy, que su documento de identidad no contiene ningún
dato interesante. No se sabe ni el lugar ni la fecha de su nacimiento. No ha
dejado ningún escrito ni ninguna obra de arte. No se cita ninguna palabra suya.
Los autores clásicos y los historiadores contemporáneos suyos no hacen ninguna
alusión a su persona. Todo lo que se sabe está contenido en algunos versículos
de los Evangelios, a lo más, una docena. Sin embargo, hay que afirmar que San
José está en el centro de nuestra historia humana, y que está jugando en ella un
papel de primera importancia. En apariencia, lo que hizo es bien poca cosa, en
comparación con los grandes conductores de pueblos y constructores de imperios.
Ni siquiera queda absolutamente nada de lo que hizo, ni un mueble, ni un objeto,
ni un edificio. Pero ha dejado algo mejor: del taller de este artesano salió
quien construye el universo, quien, día a día, modela un mundo nuevo: Cristo
Jesús.
Lo importante en la existencia de
San José no es lo que realizó, sino lo que Dios hizo por él, con él y a través
de él. Las consecuencias de esto duran todavía y durarán eternamente. El Señor
confió a San José la Virgen María, la que iba a dar al mundo el Hijo mismo de
Dios. Aceptando ligar su vida a la de María por unos esponsales, José entraba en
el gran misterio del Verbo Encarnado y de su Iglesia. De su hogar modesto, en
una ciudad sin historia, en un país bajo ocupación extranjera, salió una llama
que no ha terminado de alumbrar y de abrasar el Universo.
José no es el centro del mundo,
evidentemente. Tampoco es el centro de interés de toda la historia de los
pueblos. Por lo demás, ¿dónde se encuentra el centro de gravedad de nuestro
Universo? Nuestra tierra no es más que un grano de polvo en nuestra galaxia.
¿Quién podrá decir el número de estrellas y de planetas que gravitan en la
inmensidad del cielo? Tanto si consideramos los que son infinitamente grandes,
como si consideramos los que son infinitamente pequeños, tocamos lo que no tiene
límites perceptibles. Hay que remontarse hasta Dios. Él es el centro de todo, la
causa y el fin de todo.
Pero Dios es amor. El centro real
de nuestro universo es el amor. Nuestro centro se encuentra en el mismo corazón
de Dios, es su Hijo, Jesucristo. San Pablo nos lo afirma: «Es la imagen
del Dios invisible, engendrado antes de toda criatura: pues por él fueron
creadas todas las cosas en los cielos, y en la tierra, las visibles, y las
invisibles, tronos, dominaciones, principados, potestades: todas las cosas
fueron creadas por Él mismo y en atención a Él mismo; Él tiene ser ante todas
las cosas, y todas ellas subsisten por Él. Y Él es la cabeza del cuerpo de la
Iglesia, y el principio, el primero a renacer de entre los muertos»
(Col 1,15-19).
Dado que todo ha sido creado en
atención a Cristo, El es con toda verdad la piedra clave de todo el cosmos; es
el punto central sobre el que todo reposa y hacia el que todo converge: el
pasado, el presente, y el futuro. La venida del Hijo de Dios a nuestra tierra es
verdaderamente el hecho capital de la historia; es el punto de partida y el
punto de llegada. La explicación nos la da San Juan: Dios ha amado tanto
al mundo que le ha dado su Hijo único (Jn 3,16). Para llevar a cabo
este gran designio de amor, Dios quiso servirse de María y de José, no como si
fueran simples figurantes, sino como testigos conscientes y al mismo tiempo
actores responsables y libres.
Podemos, pues, afirmar que María y
José se encuentran real y verdaderamente, cada uno a su manera, en el centro de
la historia de la salvación. Los dos están inseparablemente unidos a la venida
del Hijo de Dios entre nosotros. Esta venida de Dios entre nosotros es la gran
ocupación de los siglos: todo lo que la precede prepara esta venida, todo lo que
la sigue, y la seguirá, se ilumina por ella. Jesús dirá: Yo soy la luz
del mundo (Jn 8,12). José y María son las personas que más se han
acercado a esta luz. Incluso están tan cerca de ella que hay el peligro de no
verles bien, por la intensidad de esa luz.
¿Por qué ha escogido Dios nuestra
tierra para colocar en ella al hombre, al que creó libremente a su imagen y
semejanza? Ése es el secreto de su amor. Pero todavía miraba hacia un designio
más maravilloso: el de dar su propio Hijo, eterno e infinito como Él, para que
fuera el jefe y la cabeza de una humanidad renovada. Preparó largamente este
designio, escogió un pueblo, una región, una familia, una fecha y, cuando los
tiempos se cumplieron, realizó magníficamente lo que había preparado.
El Evangelio nos cuenta en pocas
palabras este gran acontecimiento: Envió Dios al Ángel Gabriel a
Nazaret, ciudad de Galilea, a una Virgen desposada con un hombre de la casa de
David, llamado José, y el nombre de la Virgen era María (Lc 1,26). El
Espíritu Santo interviene y el Verbo se hizo carne y habitó entre
nosotros (Jn 1,14). La habitación del Verbo de Dios es María, la esposa
de José. Ella es la mujer revestida de sol (Ap 12,1). Ella
reviste con nuestra carne la Luz increada y por ese hecho ella se hace toda
luminosa.
Llevando en sí al Hijo de Dios,
María se convierte en el centro de interés del mundo entero. Dios se inclina
hacia Ella, pues de Ella depende el desarrollo armonioso del cuerpo de su
Cristo. ¡Qué responsabilidad la de la Virgen ante Dios y ante el mundo entero!
En una fiesta de Pentecostés, San Bernardo explica a sus monjes que el seno de
María se convirtió en «el centro del mundo». Explica: «Efectivamente, hacia
María, como hacia el centro, como hacia el arca de Dios, como hacia la razón de
ser de las cosas, como hacia la ocupación de los siglos, vuelven sus miradas
quienes están en el cielo y quienes están en los abismos, nosotros, nuestros
antecesores y nuestros sucesores... Madre de Dios, Soberana del mundo, Reina del
cielo, ... hacia ti se vuelven los ojos de la creación entera, pues en ti, por
ti, de ti, el Todopoderoso ha recreado con su mano delicada todo lo que ya había
creado» (Pent. 2,4).
La Virgen María es el centro del
mundo sólo en función de lo que Dios ha hecho en ella y por ella. Sólo tiene
interés para nosotros en razón de su cooperación en el misterio del Verbo
encarnado y de su Iglesia. Igual sucede con San José. Su historia no nos
concernería de ningún modo, si no estuviese absolutamente ligada a María y a
Jesús. No debemos separar lo que Dios ha unido. Dios no ha colocado a José
simplemente junto al misterio, sino que le ha hecho entrar en su interior. Esta
participación en el misterio del Verbo encarnado sitúa a San José, como a la
Virgen María, en el centro de la historia del mundo.
Escuchando el Evangelio es como
podemos descubrir la verdadera fisonomía de San José. No basta una mirada
superficial. Correríamos el riesgo de no ver en San José más que un personaje de
segundo o tercer orden. Nos parecería que estaba allí para guardar las
apariencias, para los quehaceres materiales y para completar el decorado. Un
estudio serio del Evangelio es necesario aunque es insuficiente. No debe faltar
nunca la penetración y el buen sentido, pero el Evangelio no es un texto que
basta con analizar científicamente, pues es palabra viva destinada a iluminamos
y a alimentarnos hoy. A la lectura y a la reflexión hay que añadir la oración y
la docilidad de espíritu y de corazón. Es preciso ponerse a la escucha de la
palabra divina por medio de una lectura que sea oración.
¿Qué nos dice el Evangelio acerca
de San José? Materialmente, poca cosa, espiritualmente nos dice maravillas. Por
él empieza el Evangelio, pues es él el heredero de las promesas que Dios ha
hecho, a lo largo de los siglos, a propósito del Mesías que sería enviado. Él es
quien, en cuanto heredero de David, transmite a Cristo la herencia prometida a
David y a su descendencia para siempre. Es testigo y garante de la realización
de esta promesa.
San Mateo, el primer Evangelista,
comienza su relato con estas palabras: Libro de la genealogía de
Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham (Mt 1,1). Esta genealogía,
que arranca del gran Patriarca Abraham, se termina en José. Después de él, el
Evangelio no menciona a ningún hijo de David. Todo se ha realizado por Cristo,
Hijo de María, la esposa de José. La larga lista de los Patriarcas puede parecer
cansina, por la repetición de la palabra «engendró», es decir, «tuvo por hijo»,
que se repite treinta y nueve veces: Abraham engendró a Isaac, Isaac
engendró a Jacob, y así sigue.
Con San José, todo cambia. La
fórmula estereotipada cesa y ya no se repite más; otra fórmula la sustituye, que
no será jamás repetida, pues basta por sí misma: José, el esposo de
María, de la que nació Jesús, que se llama Cristo (Mt 1,16). Esta corta
frase es de una importancia capital; sitúa en plena luz la persona de José, así
como su misión. Él es hijo de David; él es el último de la serie; después de él,
ya no hay más que un hijo de David, el Hijo por excelencia: Jesucristo. María,
por su matrimonio con José, da al Hijo que ha concebido del Espíritu Santo una
ascendencia davídica. De esta manera se cumplen todas las profecías.
Demasiado deprisa pasamos
habitualmente por esta página del Evangelio según San Mateo. Sin embargo, tiene
una importancia muy grande para discernir el lugar que Dios ha dado a José en el
misterio de nuestra renovación. Las primeras palabras son desconcertantes:
Genealogía de Jesucristo. El Hijo de Dios acepta tener una
genealogía humana, y esta genealogía no es otra más que la de San José. ¿Se
puede estar más unido a una persona que teniendo la misma genealogía que ella?
San Mateo podía haber escrito perfectamente genealogía de José, hijo de
David, igual que escribió genealogía de Jesucristo, hijo de
David.
Esta situación de José es única en
su género. El Altísimo nos afirma, puesto que el Evangelio está inspirado por
él, que la ascendencia humana del Verbo encarnado es la misma que la de José.
Esta identidad, y no simple semejanza, introduce a San José en lo más íntimo del
misterio de la Encarnación y de la Redención. Esta genealogía, que resume lo que
nosotros llamamos «historia santa», no contiene sólo personas dignas de elogio;
lejos de eso; el que vino a borrar todos los pecados, y los pecados de todos,
quiso tener pecadores y pecadoras entre sus antepasados.
Esta historia es santa en cuanto
que es el anuncio de la llegada a nuestro mundo de la santidad en persona, el
Cristo Jesús. Esta historia es única; está hecha de intervenciones divinas de
promesas magníficas y de severas amenazas. La finalidad de todo ello era
mantener al pueblo de Dios en su verdadera vocación, la de preparar la venida
del Hijo de Dios. La alianza divina había sido llevada a cabo con Abraham,
después más particularmente con David: he hecho alianza con mi elegido,
he jurado a David, mi siervo: afirmaré por siempre tu prole (Sal
88,4).
Los hechos no tardaron en desmentir
esta promesa. Apenas murió el primer sucesor de David, Salomón, el país se
dividió y sucesivamente fue invadido por los asirios, los caldeos, los persas,
los griegos y finalmente los romanos. Salvo algunas excepciones, la familia de
David no figura en todos estos avatares de una manera especial. Ninguno de sus
descendientes se destaca en la exaltación patriótica y religiosa del tiempo de
los Macabeos. Cuando llegó el cumplimiento de los tiempos, la familia de David
es ignorada. Ninguno de sus miembros tiene una influencia religiosa, política o
social. La Judea tiene un rey, Herodes, pero no desciende de David, ni siquiera
es judío. Todo lo referente a las bellas promesas hechas a David parece haber
terminado... Entonces es cuando todo comienza.
El Señor se preparó una tienda con
el fin de poder habitar en nosotros. Viene en medio del silencio y de la
oscuridad, sin entorpecer a nadie. Solicita hospitalidad en un seno virginal y
el calor de dos corazones que se aman. La hija de Israel da a luz al Hijo de
Dios; José, heredero de David, acoge en su casa al Hijo y a la Madre.
AUTOR: Bernard Martelet
TOMADO DE: José de Nazaret, el hombre de
confianza. Palabra, col. Cuadernos Palabra, nº 38, Madrid 1981, 3ª ed., cap. 1
No hay comentarios:
Publicar un comentario